La Guatemala moderna, como el resto de América Latina y prácticamente todo el mundo que no es parte de Occidente, del WEOG (el Western Countries and Others Group en Naciones Unidas), nació desde la polarización que heredan las colonias. Sistemas en el que unos tenían derecho a todo y casi todos no tenían derecho a nada. Muchos países transitaron el siglo XX reduciendo esas contradicciones para ser países más cohesionados y viables.
Algunos nacionalizaron sus recursos naturales, como Brasil, México y muchos países árabes. Muchos apostaron por la industrialización, que crea clases medias urbanas y reduce la pobreza. Otros incluyeron también reformas sociales para redistribuir la riqueza por medio de mejores salarios, cobrar más impuestos a los más pudientes o facilitar créditos baratos para la creación de capital. Y la mitad construyó naciones en las que cupieran todos, o casi todos, en una sociedad.
Guatemala intentó varios de estos esfuerzos durante el siglo XX, con algunos regímenes democráticos como los unionistas de los 20, los revolucionarios del 44 y la visión de país plasmada en los Acuerdos de Paz del 96; pero también con algunos regímenes militares en los sesentas y setentas que intentaron llevar a cabo políticas sociales o de industrialización a tenor de lo que sucedía en el resto del continente.
Pero Guatemala fracasó en casi todos estos intentos, y la Guatemala de la primera quincena del siglo XXI es un país extremadamente desigual, como pocos en América Latina y el planeta. Es un país en el que el uno por ciento recibe más de un tercio del ingreso nacional, según datos de Naciones Unidas, y en el que la mitad de niños, en su mayoría indígenas, son desnutridos. Sólo una tercera parte del país cuenta con seguridad social, lo que implica que el resto de ciudadanos no tienen un trabajo formal ni ninguna red social de solidaridad en el caso de que sufran un accidente o un ataque violento, pierdan un empleo, se enfermen o lleguen a una edad en la que dejan de ser productivos al nivel que pide la sociedad. Esto a pesar de que una buena parte de ellos produce para la economía formal.
El modelo de desarrollo nacional, basado en el campo en la agroexportación y la explotación de las industrias extractivas –minas y petróleo–, excluye de sus beneficios a la población que emplea y al Estado por medio de impuestos realistas que le permitan redistribuir esos beneficios agrícolas o extractivos en una educación, salud y seguridad social decentes, universales. Por no decir el cuidado del medio ambiente, el transporte público, la inversión en cultura o en espacios públicos.
Este modelo de desarrollo excluyente, naturalmente, genera un descontento social. Y este modelo de desarrollo, avalado y promovido desde los gobiernos y los empresarios desde 1871 hasta 2013, ha criminalizado a esa protesta social. Y eso polariza al país. Es esta criminalización del disenso social, una criminalización que es violenta en sí, que agudiza las divisiones sociales. En países más democráticos, este descontento social se traduce en debates comunitarios, debates parlamentarios y cambio de las reglas institucionales hacia acuerdos que sean más beneficiosos para los más débiles y para la cosa pública, el Estado.
Este modelo de desarrollo, además, hace que muchos guatemaltecos y guatemaltecas se cansen de la falta de relación entre trabajo y futuro y optan por emigrar, ingresar en la economía informal o, en una minoría, servir de soldados o mandos medios para el crimen organizado o el crimen común. Pero más preocupante que esto es que la debilidad de la sociedad y del Estado atrae al crimen organizado para que considere al país como una fuente inagotable de niños y mujeres para la trata y la explotación sexual.
Este modelo de desarrollo que convirtió al Estado en un botín político y financiero tiene alienada a la sociedad de sus representantes políticos y le ha robado a la política su rol de servicio a la comunidad, de reductor de asimetrías y de cohesión de la sociedad.
Ese es el país –que también tiene una clase media urbana emergente, avances en democracia y en otros indicadores sociales–, que teníamos hasta el 18 de marzo de 2013, un día antes que empezara el juicio por genocidio. Ese es el país que tenía una quincena de asesinatos diarios, robos a mansalva por toda la Ciudad de Guatemala, pobreza y pobreza extrema en un país rico en recursos naturales y en producción; con una escandalosa desigualdad económica, de género y entre culturas; con mucha frustración social e individual.
Guatemala, entonces, no era un país cohesionado, próspero y en paz social antes del 19 de marzo. No es un país que tenga una historia en común –ni siquiera una historia que se enseñe en los libros de texto nacionales–. No es un país que tenga una nación en la que quepamos todos. No es un país justo. Como tampoco es un país que se divida y polarice únicamente por un juicio.