¿Orgulloso de ser chapín?

Si usted está leyendo esto, es domingo 16 de septiembre. Ya pasó el relajo de las celebraciones patrias y estamos en ese post-feriado en que nadie tiene ganas de nada. Sobre todo si se fue a asolear a ver desfiles o se tomó el día para hacer un viajecito por aquí cerca para desconectarse un poco. Pasó el 15, ojalá que sin pena ni gloria, otra vez.

Ya pueden guardar todos las banderitas que compraron en el semáforo. Tiene permiso de no sentirse orgulloso de vivir en este país donde matan niños en la escuela, en los hospitales y en las calles. Yo, por lo menos, no puedo decir que estoy orgullosa de mi país. No lo digo en septiembre ni en ningún otro mes. Eso no quiere decir que lo odie o que me quiero largar lo más pronto posible. Quiere decir que no estoy satisfecha. El orgullo, según la RAE, es “arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas”. Pues por lo mismo, yo no busco ser orgullosa y tampoco estoy orgullosa de mi país. No encuentro esas causas nobles y virtuosas todavía. Muchos dicen que están orgullosos de la gente de Guatemala. Pues yo no, pues entre esa gente está la que tira basura donde quiera, el diputado que contrata a su hermana y le paga miles por nunca llegar, la señora que roba niños, el chofer de camioneta que maneja poniendo en peligro a los pasajeros, el empresario que les paga una miseria a sus trabajadores, la turba que linchó a un supuesto delincuente. No estoy orgullosa de esa gente.

Me dirán que soy mala chapina, que si no me gusta algo, que me vaya, que si no me parece lo otro, que qué estoy haciendo para cambiarlo. A quienes piensen eso, no pienso responderles. Yo no estoy satisfecha con lo que miro a mi alrededor y por eso trabajo, desde mi esquinita del mundo, para cambiarlo. No puedo decir que estoy orgullosa de mi país, por eso trabajo para cambiarlo. Eso es lo que me motiva. Esa indignación y esa sensación perpetua de que las cosas no están bien. A la gente que hace eso, a esa gente sí la admiro y la respeto. A esa gente que lucha contra la marea de corrupción, negligencia y desigualdad. Muchas veces siento que son los menos, que hay demasiados llenándose la boca diciendo “ah la… pero si yo amo a Guate pues!” y dos minutos después le dicen “indio” a cualquiera. 

Yo sé que a todos nos inculcaron el dichoso “amor patrio” y ni modo, más de algo se nos pegó. A mí también, pero la clave está en cómo lo manifestamos. Nos enseñaron a estar asombrados de la civilización maya (la de la antigüedad, obviamente), de los próceres, de la ceiba, el quetzal, la marimba. Yo lo sé, yo también pegué algodoncitos en un cartón para hacer una monja blanca. Pero si seremos de hipócritas, al rato estamos talando los bosques donde crecen las orquídeas y donde vive el quetzal, estamos dejando sin fondos a los músicos, estamos discriminando a los demás. El amor patrio se quedó en simbolismos, desfiles anticuados, discursos altisonantes y cancioncitas de comerciales.

Si ya leyeron hasta acá, me disculparan por sonar tan amargada, pero esta mañana se me movió el piso de saber que dos niños habían sido asesinados en su escuela en Tactic. Esa no es una Guatemala de la que yo pueda estar orgullosa. Pero por lo mismo es que no me voy a otro lado, aunque en este país me han asaltado, secuestrado, asustado, discriminado, sigue siendo mi país. Pedirme que esté orgullosa de él, es demasiado. Pero si me pido más a mí misma, es porque sé que se puede hacer más. Así que en el clima este, post-independentista, levántese un poquito del sillón y piense, así de verdad, si está orgulloso o no.