Unos meses después, empieza a diluirse el interés en el tema hasta quedar prácticamente olvidado, reactivándose, hasta nuevo aviso —nuevo desastre—. La literatura especializada reciente ha replanteado la visión en torno al tema y en vez de hacer énfasis en el desastre mismo, enfoca la atención en la “gestión del riesgo”, entendido éste como la probabilidad de que ocurra un desastre. El riesgo es una condición latente que se intensifica conforme la vulnerabilidad y las amenazas se refuerzan mutuamente. La intensificación y extensión del riesgo conduce a la ocurrencia de desastres.
Siendo la vulnerabilidad intrínseca a un sistema —desde una pequeña comunidad, una cuenca, una ciudad, un país o una región integrada por varios países— y por lo tanto “manejable”, resulta útil entender cómo se define y expresa. La vulnerabilidad se refiere a una condición, a partir de la cual, una población —un sistema— está o queda expuesta frente a una amenaza. Está asociada a la idea de exposición y susceptibilidad. La vulnerabilidad no existe sin amenaza y viceversa. Las amenazas, entonces, se definen como factores de riesgo derivados de la probabilidad de que un evento de posibles consecuencias negativas, se produzca en un determinado lugar y tiempo.
Bajo un enfoque sistémico, la vulnerabilidad del sistema de referencia depende (i) del estado de cada uno de los subsistemas —natural, social, económico e institucional—; (ii) de las relaciones recíprocas entre éstos, (iii) de las interacciones con un sistema mayor, el entorno. En el caso del sistema país, los dos primeros aspectos se refieren al ámbito local (nacional) y el tercero al ámbito global.
En este sentido, la primera dimensión se refiere a la vulnerabilidad del sistema derivada de la calidad del subsistema natural y se relaciona con esquemas de utilización del territorio y de los bienes y servicios ambientales presentes en éste. Se manifiesta cuando esos esquemas de utilización no consideran la propia capacidad de recuperación de los mismos, generando evidentes niveles de agotamiento, deterioro y contaminación. Estos hechos consecuentemente, afectan de manera directa al “sistema de referencia” al mermar su propia resiliencia —de soportar y sobreponerse a situaciones límite—. Los factores que la determinan han sido extensamente expuestos en varios informes nacionales, sobretodo, en el Perfil Ambiental producido por la Universidad Rafael Landívar. La mayoría de estos factores son añejos y en vez de diluirse, se vuelven más complejos y cada vez más determinantes en la conflictividad social a nivel territorial. Los más significativos son la contaminación del aíre; contaminación de los bienes hídricos; producción masiva y sin control de aguas residuales y desechos; degradación de zonas marino-costeras —con especial énfasis en la destrucción de manglares y sobrepesca—; el empobrecimiento, contaminación y erosión de suelos agrícolas y forestales; la sostenida pérdida de bosques, incluso dentro de “áreas naturales protegidas”; la merma de poblaciones naturales y la extinción definitiva de especies vegetales y animales. Es ampliamente aceptado que las fuentes impulsoras de estos eventos tienen un origen esencialmente humano.
La segunda dimensión se refiere a la vulnerabilidad derivada de características sociales, incluyendo aspectos demográficos y culturales, es decir, del subsistema social. Aunque no se profundiza aquí en estos aspectos, es imprescindible indicar que los niveles de pobreza que afectan a la población guatemalteca y que se derivan de un “proceso de desarrollo” desigual y excluyente, son determinantes en la explicación de nuestros niveles sociales de vulnerabilidad. Las cifras oficiales indican que para el 2006, el 51% de la población guatemalteca estaba en condiciones de pobreza y el 15 % en condiciones de pobreza extrema. En la realidad de los países latinoamericanos se plantea que la pobreza es la que tiene mayor impacto en el acceso a alimentos, medios de vida (viviendas seguras, por ejemplo), seguridad económica y oportunidades en general. Es por ello que, para el 2009, se reportó que casi el 50% de la población guatemalteca padecía de desnutrición crónica.
La tercera dimensión se refiere a la vulnerabilidad derivada de las características del subsistema económico establecido. Se refiere, no solo a la vulnerabilidad del subsistema en sí mismo, sino también a las contribuciones que éste tiene para generar la vulnerabilidad derivada de la calidad del subsistema natural y del subsistema social. En el primer caso, los analistas en la materia indican que al sistema económico nacional tiene un crecimiento mediocre. Según el Banco de Guatemala, la economía creció 3.3, 0.5 y 2.8 en 2008, 2009 y 2010, respectivamente. Este crecimiento no solo es limitado si no que está fuertemente concentrado. Bajo el enfoque de ingresos, para el 2009, se estima que del Producto Interno Bruto total el 30.6% correspondió a remuneración de asalariados, el 6.8% a impuestos netos sobre producción e importaciones y el 62.6% a los ingresos de las empresas incluyendo aquellas constituidas a nivel de hogares. Transitar hacia un sistema con menor vulnerabilidad derivada de la economía, significa, en términos generales, generar condiciones para mejorar las proporciones equivalentes al empleo y a los impuestos, pero sobretodo, modificar los criterios de inversión pública para generar infraestructura de beneficio social a fin de que se amplíe el número de beneficiarios de los ingresos correspondientes al capital. En el segundo caso, está ampliamente documentado que el subsistema económico de Guatemala, fuertemente dominado por el extractivismo irracional, tiene dos rasgos esenciales: (i) de agotamiento, degradación y contaminación en la dimensión ambiental —que impide la capacidad natural de auto recuperación— y; (ii) de desigualdad y exclusión en la dimensión social. Bajo estas consideraciones, paradójicamente, este subsistema se constituye en una de las principales fuerzas impulsoras de la vulnerabilidad sistémica —del país y de territorios específicos— debida a los subsistemas natural y social.
La cuarta dimensión se refiere a la vulnerabilidad derivada de la calidad de las instituciones, es decir al subsistema institucional. Bajo un enfoque sistémico para el análisis de la vulnerabilidad, las instituciones de carácter público están concebidas, entre otros aspectos, para generar balances entre los subsistemas —anteriormente abordados—, evitar excesos, procurar el bien común, evitar exclusiones, estimular o regular dinámicas en función de la maximización de los beneficios nacionales, evitar privilegios, evitar la depauperación de la persona, en fin, evitar que las libertades de uno comprometan las libertades de otro. Cuando el conglomerado de instituciones es disfuncional —cuantitativa y cualitativamente hablando— sucede lo contrario en todos los aspectos arriba citados. Este es el caso en Guatemala, para la institucionalidad pública en general y para aquella que tiene que ver con la gestión del riesgo. Estos elementos, unidos a la ausencia de espacios de diálogo constructivo, conducen constantemente a las manifestaciones sociales de inconformidad, que junto a la desconfianza en el accionar público o privado, generan un círculo vicioso perverso que conduce a la ingobernabilidad. Estos elementos representan un desperdicio de esfuerzos que solo alimentan nuestra vulnerabilidad sistémica.
Es evidente que la vulnerabilidad en Guatemala, tanto a nivel nacional como a nivel de territorios específicos, resulta de las múltiples interacciones entre los factores que definen cada uno de los subsistemas analizados. El peso de éstos varia, por supuesto de un lugar a otro.
La información acerca de nuestros niveles de vulnerabilidad, el tipo e intensidad de amenazas a las que estamos expuestos y el riesgo que hemos construido a lo largo de las últimas cinco décadas es suficiente para tomar decisiones. Es el momento de empezar a reducir nuestros niveles de vulnerabilidad y de construir una institucionalidad acorde a nuestra realid
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