“Yo cuando me muera quiero saber que ustedes van a ser listos”, solía decir el padre de Rosemary cada vez que quería hacerles ver a sus hijos la importancia de estudiar y aprender. Y lo imprescindible de ir a la escuela. Ese lugar al que él apenas fue.
Él era albañil y cayó desde lo alto del que luego sería un edificio exclusivo. La empresa no se hizo responsable de los gastos que provocó su muerte. "Yo no sabía qué hacer, tenía 13 años, y mi mamá no actuó contra la empresa porque no conocía sus derechos, ella no fue a la escuela”, recuerda Rosemary, quien es parte del movimiento de estudiantes que no está de acuerdo con la reforma del Ministerio de Educación, que consiste en convertir el magisterio en una carrera universitaria.
Parte de la reforma establece que los estudiantes de magisterio deben concluir cinco años de estudio (bachillerato y una preparación universitaria) para poder trabajar como docentes. Sin embargo, muchos estudiantes que están contra ese cambio, manifiestan que la medida perjudica a la economía familiar y personal.
“Mis papás dicen que no pueden pagarme dos años más de estudios. Mi plan es terminar la carrera de magisterio para poder trabajar y así pagarme los estudios en la universidad”, dice Damaris, la cuarta de los cinco hijos que tuvieron sus padres. Su papá trabaja en un taller de mécanica y su mamá lava la ropa de algunos vecinos de su colonia. Cuenta Damaris que ellos no pudieron terminar la educación primaria.
Una de las claúsulas de la reforma estipula que el horario de clases iniciaría a las 7:30 y finalizaría a las 17:30 horas. A Fernando ese horario le perjudica. “Trabajo con mi papá en la agricultura, de eso obtengo los 50 quetzales que utilizó para viajar de Chimaltenango a la Capital, explica. “La gente dice que no molestemos con los bloqueos y que nos pongamos a trabajar. Eso es lo que hacemos”, agrega su compañero Jeyson, de 17 años, quien trabaja dando clases de computación para ayudar a su mamá, a quien no le alcanza el sueldo mínimo que recibe de conserje en una empresa.
“Nosotros tal vez no podamos leer o escribir, pero queremos que nuestros hijos tengan las oportunidades que nosotros no tuvimos", dice don José, padre de una de las alumnas del Instituto Rafael Aqueche. Él es vendedor informal, pero asegura que “si los políticos logran hacer lo que quieren, entonces tenemos que trabajar más, y más de lo que hacemos”. Y agrega: “quiero que mi hija tenga una carrera”. Pero tener un bachiller no garantiza un empleo, explica don José, "Si mi hija no puede seguir en la universidad se le hará difícil encontrar un trabajo", añade.
“Mi propósito es llegar a la Universidad”, señala David, mientras que Mario, otro estudiante, le interrumpe para subrayar que solo el 20 por ciento de estudiantes de centros públicos entran a la universidad. “Mi hermano no pudo ingresar a la Universidad de San Carlos, no ganó el exámen”, explica Mario. “No lo ganó porque los exámenes de admisión de la única Universidad, a la que jóvenes como nosotros de escasos recursos económicos pueden asistir, no van de acuerdo a la deficiente calidad educativa que hay en las escuelas públicas”, destaca.
“Queremos estudiar, trabajar, pero también queremos que nos escuchen”, demanda Damaris. Los estudiantes de las 17 normales mantienen cerradas las instalaciones de sus establecimientos como medida de protesta por la imposición de la reforma.
“Es una lucha estudiantil, pero también es una lucha de nuestros padres”, agrega Rosemary. "Ellos nos mandan a la escuela porque quieren que aprendamos y que tengamos las oportunidades que ellos no tuvieron. Lo decía mi papá, ellos quieren que seamos listos, y que nuestra historia sea diferente”, concluye.
Ellos quieren ser maestros y estudiar en la Universidad: una promoción social, y la salida del círculo del subempleo y falta de educación en el que han vivido sus padres. El rompimiento de esa reproducción social.