Si el difunto recibe las honras fúnebres requeridas: la quema del incienso, el derramar leche y miel sobre la cara del difunto,[1] recitar las palabras correctas… todo ello para asegurar el tránsito correcto del alma del muerto al mundo de los muertos. Cumplir con los rituales funerarios para con los ancestros fue uno de los primeros deberes cívicos entre los griegos,[2] pero tenía también una obligatoriedad moral: si el ancestro fallecido recibía las ofrendas y plegarias, entonces se haría divino y podría velar sobre los suyos (apoteosis es el nombre de esta aparente cualidad). Los romanos hicieron de la apoteosis funeraria griega un acto público político-republicano, dando la idea de poder adquirir la inmortalidad en esta vida, “el hacerse dioses”. El primero en hacerse divino sería Julio César y recordemos que precisamente tomaría el título de Divi Filius.[3]
En sus inicios, el cristianismo fue la fe de los pobres, de los esclavos, de los libertos, reunidos todos ellos alrededor de la figura de un cuerpo destrozado, torturado, molido: todo un constructo de nueva fe sobre la figura de un sacrificio humano.[4] Cuando el cristianismo se romaniza, debe adoptar el culto a los muertos y cuando el cristianismo arriba a lo que será México se genera otro proceso de sincretismo donde se adopta también el culto a los muertos propio de la civilización azteca. México, en su conformación de identidad, rinde culto no a la vida, sino a la muerte como una realidad con la cual no solo convivimos sino que además, resulta ser algo tan cotidiano y tan normal, que incluso nos burlamos de ella.
Somos entonces producto de una cultura necrofílica (en el sentido original de la palabra) porque se tiene “amistad” con la muerte y eso muestra una jerarquía invertida de valores. Y si a ello sumamos el influjo religioso de suponer “que este mundo es malo” y “el postrero es mejor”,[5] pues poco vale esta vida.
Lo normal sería santificar la vida,[6] amar esta vida, a pesar de su fragilidad y limitaciones.
[1] Roselli, uno de los arqueólogos más importantes que trabajara en la necrópolis que se encuentra debajo del Vaticano, da fe de la estructura de la tumbas romanas allí halladas. Se había tallado un orificio sobre la lápida que daba exactamente a la cara del muerto con la intención de derramar allí una bebida mezcla de leche y miel. Con ello, la cara del difunto recibía el baño del brebaje (menos mal no soy posmoderno) y con ello se ´alimentaba´. Interesante esta idea de la leche y miel como alimento en la mitología: En Canaán ´fluía leche y miel´, Isaías menciona que el siervo sufriente se alimentará y de mantequilla y miel.
[2] Sheldon Wolin hace esta categórica afirmación. La tríada ética-derecho-política, en realidad hay que plantearla en términos de la ética ´ante la muerte´ como fuente de un deber que luego me permite estar ´unido´ a una comunidad de iguales.
[3] Divi Filius, hijo divino. En ese sentido, Jesucristo cual hombre pero a la vez con potencialidades divinas no sería otra cosa que un titán y, en última instancia, luego de su muerte habría adquirido la condición de divino. Poco original.
[4] Por no decir de un homicidio de Estado, ya que la crucifixión era un proceso para públicamente ejecutar al enemigo de Roma.
[5] Por ello los cristianos fanáticos en la antigüedad o neo-pentecostales de la teología del arrebatamiento hacen tanto énfasis en la idea de un necesario final de todas las cosas.
[6] Aquí una comparación interesante. En el Islam y en el Cristianismo es preferible perder la vida antes que apostatar o negar la fe. En el judaísmo, negar la fe es un acto permitido si con ello la vida propia va a ser salva.
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