Aplicadas estas definiciones al agua y priorizando la “escala nacional” es evidente que en relación a este “bien natural”, el único elemento sin el cual no es posible la vida —algunos organismos pueden vivir sin oxígeno, pero no sin agua—, no existe un esquema de gestión que, considerando la oferta —y todos los elementos naturales que la definen— garantice, como propósito fundamental, la provisión equitativa y eficiente de agua en cantidad, calidad y de manera permanente para todos los tipos de demanda nacional —consumo humano, usos productivos, recreativos y ecológicos, entre otros—.
Casos de gestión conducidos desde las municipalidades o bien desde ámbitos privados —empresariales o comunitarios— para garantizar el consumo humano no dejan de ser aislados y, en última instancia, parciales en soluciones, pues carecen de enfoques territoriales, de fundamento técnico —al menos análisis de oferta y demanda— y visión de largo plazo.
Al estar centrados en el consumo humano, estos esfuerzos de gestión se relacionan sólo con el 2.5% del total de agua que se utiliza a nivel nacional. Conforme los estudios del Banco de Guatemala (Banguat) y del Instituto de Agricultura, Recursos Naturales y Ambiente (Iarna-URL), el resto, considerando el agua de lluvia, se utiliza por la agricultura (50%), la industria manufacturera (35%), el suministro de electricidad, gas y agua (10%) y las otras actividades económicas (2.5%). Los cultivos bajo riego de caña de azúcar, banano y palma africana son los mayores consumidores de agua en el segmento agrícola, mientras que en el de industrias manufactureras, el beneficiado de café utiliza el 87% del segmento. Estos usos, prácticamente, carecen de gestión alguna que garantice el bien común.
Esta demanda, frente a los poco más de 93 000 millones de metros cúbicos de agua disponible en promedio anualmente en el territorio nacional, representa cerca de un 15%. Esto significa —considerando las reservas ecológicas esenciales para el funcionamiento de los ecosistemas— que hay agua en abundancia. Pero tiene una distribución temporal —lluvias— y geográfica —superficial y subterránea— que no necesariamente corresponde con las demandas socioeconómicas. Esta realidad junto a la baja capacidad de gestión, da como resultado demandas insatisfechas, incluyendo las de consumo humano, pues en pleno siglo XXI un 15% de la población, en promedio nacional, carece de acceso a fuentes de agua potable.
Frente a esta realidad, se puede concluir, al menos, en tres aspectos: (i) el uso del agua es totalmente anárquico. Se utilizan fuentes superficiales o se perforan pozos sin ningún control para aprovechar agua subterránea. Se ha llegado al extremo de pretender comprar los excedentes de agua subterránea derivada de pozos “privados” para luego distribuirla por el sistema público de conducción —emulando abastecimiento de energía eléctrica—. Es preciso definir marcos de política pública así como instrumentos legales e institucionales que asuman una visión nacional y una gestión territorial. La primera para asegurar equidad entre territorios y usuarios, la segunda para encarar desafíos concretos; (ii) el país necesita “obras hidráulicas” de envergadura consistente con las necesidades de captura y conducción establecidos por la demanda y en consideración de determinada oferta. Estas obras también permitirán minimizar la “exposición al riesgo” que se maximiza en los períodos de abundante agua y que afecta a las personas y sus medios de vida; (iii) los territorios, como “unidades básicas de gestión” del agua, además del desarrollo hidráulico, deben gestionar los elementos naturales que viabilizan el ciclo hidrológico, principalmente la permanencia o recuperación de la vegetación en zonas de regulación hídrica. En estos territorios se requiere, sobretodo, liderazgos políticos capaces de convocar y mantener la unidad de todos los actores vinculados a la oferta y la demanda del agua.
Finalmente, vale la pena considera que, siendo al agua un “recurso” y también una “condición” que trasciende parcelas, fincas, ejidos, bosques comunales, municipios, incluso fronteras nacionales, no hay interés parcial alguno que pueda, por sí solo, garantizar su gestión. Estas características del agua y las crisis, que ya son cotidianas para miles de demandantes, deben ser el móvil para abandonar, más temprano que tarde, enfoques cortoplacistas y esas conductas arraigadas de “sálvese quien pueda”.
Más allá del cliché, es necesario hacer alianzas público-privadas para gestionar territorios completos —cuencas por ejemplo— que permitan asegurar el preciado líquido para todos los usos y para los próximos mil años, al menos. El agua debe unir: no nos empeñemos en dividir patrones naturales.
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