Todo aquel que niegue nuestra animalidad eucariota, diploide, multicelular y heterótrofa, es simplemente un necio. Los humanos, en particular, somos mamíferos sociales con grandes cerebros y con una capacidad extraordinaria para procesar la información que recibimos a través de nuestros sentidos; podemos hacer uso de la razón para resolver problemas complejos y somos capaces de modificar nuestro ambiente como no lo hace ningún otro animal.
Esta gran capacidad intelectual es también la responsable de que conformemos sociedades particularmente complejas, mucho más que las de cualquier otro animal social, como las de las abejas, los lobos, los delfines o los elefantes. De hecho, somos tan complejos, que también tenemos cultura, y regimos nuestro comportamiento individual basándonos en un sistema personal de valores – o sea, tenemos moral.
La moral, filosóficamente hablando, tiene muchas dimensiones desde las cuales puede ser analizada; sin embargo, para los fines de esta columna, basta decir que la moral es una forma de comportamiento, y éste, en biología, es considerado como un conjunto de atributos conductuales que a su vez están determinados genéticamente y que pueden verse influenciados por factores ambientales; por tanto, son susceptibles de evolucionar por selección natural.
La Sociobiología es una rama de la Biología que fue definida por el biólogo Edward O. Wilson como “el estudio sistemático de las bases biológicas de todas las formas de comportamiento social, incluyendo el comportamiento sexual y parental, en todo tipo de organismos, incluyendo a los humanos.” Entonces, es lógico asumir que, si la moralidad es una forma de comportamiento, entonces ésta también es objeto de estudio de las ciencias naturales, y no únicamente de las ciencias sociales.
La Sociobiología es una ciencia reciente en la que se han encontrado algunos datos interesantes que podrían cambiar nuestra manera de vernos a nosotros mismos, como especie y como sociedad, ya que, al parecer, no somos los únicos animales que presentamos algún sentido de moralidad, tal y como lo ha demostrado el sociobiólogo Frans de Waal en numerosos estudios realizados con primates – específicamente con monos capuchinos, bonobos y chimpancés (con los últimos dos, de hecho, solo diferimos en un 1.6% de nuestro material genético, o ADN).
De Waal ha encontrado comportamientos en estos animales que van desde la cooperación procurando el beneficio de algún compañero (sin ningún beneficio para sí), hasta conductas conciliatorias que buscan restaurar la armonía social después de un conflicto (como quien dice para ‘hacer las paces’). También presentan gestos de consolación hacia sus semejantes después de un fracaso, indicando que los primates son animales empáticos, y no aceptan un pago inequitativo en experimentos de laboratorio, indicando que poseen algún sentido de equidad.
Aunque la Sociobiología ha logrado identificar algunas conductas de carácter moral en estos animales, también es una ciencia con alcances limitados, ya que no busca explicar los principios éticos detrás de esas conductas, ni justificarlas, ni evaluarlas; simplemente busca identificarlas, y tratar de darle una explicación desde una perspectiva de biología evolutiva. Lo demás es materia de estudio de las ciencias sociales y de reflexión filosófica.
Independientemente de que los motivos detrás de la moralidad no sean objeto de estudio de las ciencias naturales (para no caer en la subjetividad de la que son objeto las mal llamadas ‘ciencias blandas’), llama mucho la atención que animales tan cercanamente emparentados a los humanos puedan distinguir entre lo que para sus fines sociales sería ‘correcto’ (bueno) o ‘incorrecto’ (malo), sin necesidad de basar su comportamiento en normas de conducta establecidas por alguna religión. Hago esta salvedad debido a que muchas de las personas que están en contra del ateísmo (que no significa nada más que no creer en ningún dios), suelen aseverar que sin religión no puede existir moralidad, que sin religión es imposible vivir una vida ética, como si vivir sin religión significara –como comentó un lector en mi columna anterior– ‘vivir una vida de libertinaje, robar, matar, meterse con el hombre ajeno, dar falsos testimonios, mentir, etc.’, cuando no hay nada más alejado de la realidad. La mayoría de personas que no profesamos religión alguna, no andamos por el mundo haciendo barbaridades. No creer en dios no es lo mismo que no tener moral ni principios éticos, ni ser creyente significa lo contrario, tal y como lo ha demostrado un sinnúmero de curas y pastores pederastas y/o estafadores alrededor el mundo.
Pienso que es importante que entendamos que, al no ser la moralidad un atributo exclusivamente humano, es evidente que tampoco es necesario que nos valgamos de una religión para vivir en una sociedad con valores y normas sociales que procuren el bienestar de las mayorías. Es más, yo propondría que optemos por no adoptar religiones que promuevan cualquier tipo de intolerancia, como el sexismo, el racismo o la homofobia; o que den explicaciones mitológicas dogmáticas sobre el origen del mundo y la naturaleza.
En todo caso, valdría la pena considerar si no sería más ideal adoptar valores que no condenen nuestra naturaleza inherentemente humana, si no que más bien la acepten (y de paso nos ahorramos la mojigatería y la doble moral). Valores apegados a la realidad, que tengan una consistencia lógica y que tomen en cuenta los avances científicos de nuestra época; valores que nos permitan vivir en una sociedad más tolerante y armoniosa.
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