La primera vez fue en 1985. Él visitaba Cobán en una misión de la Conferencia Episcopal de Guatemala. Enfermó súbitamente y fui llamado por Monseñor Gerardo Flores —el obispo anfitrión—, para que lo evaluara clínicamente.
Nunca había hablado yo con don Rodolfo Quezada Toruño. Al entrar a su habitación lo saludé como creí que debía hacerlo: “Buenas tardes Su Excelencia”. Él, me dirigió una mirada profunda, a los ojos y más allá de los ojos y me dijo: “No sea tan ceremonioso, no me diga Su Excelencia porque me recuerda una película de Cantinflas”.
Al terminar nuestro coloquio médico-paciente me despedí preguntándole: “¿Cómo debo llamarlo?” y me contestó con esa sonrisa, tan característica suya: “Mire usted, allá en Zacapa, hay una viejecita que me dice don Quezada. No sé si es por el parecido de mi apellido con las quesadillas que vende o por otra razón, pero ya lo ve… llámeme como quiera”.
Al salir, me sentí diferente en relación al momento en que entré a su cuarto. Me había infundido la paz que ha mucho yo necesitaba. Se suponía que el enfermo era él, no mi persona.
Dos años más tarde, en el Santuario de Nuestra Señora del Tránsito, en Chiquimula, mi esposa y yo lo encontramos ejerciendo su ministerio de confirmar en la fe. Esa vez, salió del templo impartiendo la bendición y se cruzaron nuestras miradas. Veía con amor. Oteaba el corazón. Contagiaba alegría. Y la gente, su gente, así lo sentía.
La tercera vez fue 1989, nos juntamos casualmente en un vuelo México-Guatemala. Venía acompañado de su feligrés, amigo y médico de cabecera en Zacapa, el egregio cirujano Dr. José Toribio Duarte. Coincidimos en la misma fila de asientos. Por razones que no vienen al caso mencionar yo venía contrariado. Recién me había dado cuenta de una situación que me afectaba. Sucedió por causa de mi excesiva confianza en el ser humano. Monseñor Quezada se percató de mi estado y no me preguntó sino aseveró: “A usted algo le pasa”. Y durante la siguiente hora y media —tiempo que duró el vuelo— fue de hablar, argumentar y por mi parte escuchar consejos.
Cuando aterrizamos, me sentí diferente. Me había infundido seguridad. Me exigió no quedarme callado. Petición que refrendó con su mirada de fortaleza.
Y esas miradas de paz, amor, alegría —que no dejaba de ser picaresca— y fortaleza, aparentemente contrastaban con todos sus títulos, porque nunca le vimos una mirada de soberbia, esa condición de arrogancia a la que tenemos inclinación los seres humanos cuando obtenemos un titulito aún de Educación Media.
Mucho se ha escrito ya acerca de su persona pero, a la luz de lo expuesto, una verdad es irrefutable: Su Eminencia Reverendísima Rodolfo Quezada Toruño, en su momento: Obispo de Zacapa y Chiquimula; 18° Arzobispo de la Arquidiócesis de Santiago y Primado Nullius de Esquipulas; Cardenal del título de San Saturnino; Licenciado en Teología por la Universidad de Innsbruck; Doctor en Sagrada Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma; Conciliador y Artífice de la Paz —y por ello Doctor Honoris Causa por la Universidad de San Carlos de Guatemala—, se presentó ya ante su Creador, como cualquier otro mortal, y seguramente el Creador lo habrá juzgado con la misma misericordia en el cielo, porque todos los títulos anteriores nada le habrán valido sino su valiente decisión de haber optado por los pobres y los desposeídos, siendo que pudo elegir una vida llena de riqueza, tranquilidad y opulencia.
Hoy, desde el sitio que indudablemente le tendría reservado el Altísimo, ha de estar viendo con picardía sus galardones y diciendo con sarcasmo: Sic transit gloria mundi (Así pasa la gloria del mundo).
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