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Miles de guatemaltecos y hondureños acuden a El Salvador por servicios de salud

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Miles de guatemaltecos y hondureños acuden a El Salvador por servicios de salud

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Entre 2013 y 2017, los hospitales públicos de El Salvador brindaron 91.000 consultas a extranjeros. ¿Quién busca alivio en un país con un sistema sanitario público tan marcado por limitantes? Guatemaltecos y hondureños componen el 97 % de esos extranjeros. La ausencia de servicios en sus países los empuja hasta El Salvador. Guatemala y Honduras no han hecho inversiones que busquen descentralizar la salud pública para acercarla a los vulnerables cordones fronterizos.

Marina tomó el papel en la ventanilla del hospital y se encontró con esas letras grandes y escritas a mano: IR. Ella creyó que era el punto final de un recorrido tortuoso por una serie de consultorios médicos. A Wendy, su hija de cinco años, ya le habían dejado tomar potasio en grandes cantidades "para quitarle la anemia". Ya la habían puesto a dieta y ya hasta le habían sacado muestras para mandarlas a analizar en Estados Unidos. Pero no tenía un diagnóstico y a Wendy no le bajaba la fiebre ni se le quitaba ese agotamiento intenso. Marina veía como su niña se deterioraba cada vez más sin poder revertir el proceso o saber qué lo provocaba.

Con el papel en la mano, Marina no supo descifrar el mensaje. Tuvo que parar la marcha de una enfermera para preguntarle. "Insuficiencia Renal", escuchó, pero aún así no entendió. "Son los riñoncitos los que tiene mal", le explicó en prisas la enfermera de una sala de emergencias pediátricas que siempre está llena.

Ese día de junio de 2007, las vueltas continuaron. Tras la respuesta de unos exámenes, le añadieron otra letra al papel: "C". Marina volvió a buscar una cara amable en el mar de desconocidos para que le dijeran el significado: Crónica.

—Ahí sí, reventé a llorar —dice un día de septiembre de 2018 en un pasillo de hospital.

Marina se enteró así que Wendy, su hija única, tenía insuficiencia renal crónica, un diagnóstico que no admite retroceso, a menos que se haga un trasplante de riñón. Esas letras en el papel no fueron un final. Fueron solo el inicio de un proceso que ha mantenido a Marina y a Wendy haciendo dos viajes por semana a El Salvador durante los últimos 11 años. Ellas son hondureñas.

Entre los miles que cada día recorren los pasillos de los hospitales públicos salvadoreños, quizá los más vulnerables sean los que lo hacen en suelo ajeno. No tienen familia ni amigos; llegan con el presupuesto limitado a transporte y, con suerte, algo de comida. Entre 2013 y 2017, los hospitales públicos en El Salvador han registrado 91.000 consultas médicas dadas a extranjeros. Entre ellos, 43.000 han sido a guatemaltecos y 46.000 a hondureños; entre ambas nacionalidades juntan el 97 %.

Melvín Rivas

Los datos extraídos de las respuestas a una docena solicitudes de información realizadas en los tres países indican que el éxodo de personas de Guatemala y Honduras no es espontáneo. Salen de forma sistemática empujados por una urgencia de alivio que sus países no reconocen ni satisfacen. Para esta investigación, La Prensa Gráfica, con el apoyo de la Iniciativa de Periodismo de Investigación de ICFJ/Connectas, también consultó documentos presupuestarios y los planes anuales de hospitales y de ministerios.

En los municipios de Guatemala y Honduras fronterizos con El Salvador, la inversión en salud pública no es suficiente para cubrir la demanda. Los hospitales del interior no cuentan con suficiente equipo, recurso humano ni instalaciones adecuadas, lo que obliga a los usuarios a hacer viajes largos hacia las capitales. La otra opción es traspasar la frontera con El Salvador y recibir atención médica ahí.

El Salvador ha registrado en los últimos cinco años un promedio diario de 23 consultas a guatemaltecos y 25 a hondureños. Hay hospitales salvadoreños, como el de Ahuachapán, en donde la llegada de guatemaltecos implica una inversión de 100.000 dólares al mes. Y hay otros, como el de Sensuntepeque, en donde cuando se suman los egresos, las consultas, las emergencias y los partos, los hondureños constituyen el 30 % de los usuarios atendidos. Ni Guatemala y Honduras llevan registro de cuántas personas salen con fines médicos y tampoco han reconocido este servicio a El Salvador, el más pequeño de los países del Triángulo Norte de Centroamérica.

Sistemas de salud en eterna crisis

No hay diferencias grandes entre los sistemas de salud pública de los tres países. En El Salvador y Honduras el gasto público en salud está arriba de 4 % del Producto Interno Bruto. En Guatemala es solo un poco más del 2 %. Los tres están por debajo del 6 %, el mínimo recomendado por la Organización Mundial de la Salud, sobre todo en países con alta desigualdad. "Se estima que un 30 % de la población no tiene acceso a atención de salud debido a razones económicas y que un 21 % renuncia a buscar atención debido a las barreras geográficas", ratifica esa organización en el informe Financiamiento de la Salud en las Américas.

En los hospitales nacionales de referencia de Honduras, como el Hospital Escuela Universitario (Tegucigalpa) y el Mario Catarino Rivas (San Pedro Sula), “hay una afluencia de pacientes superior a sus capacidades de atención, hospitalización, medicamentos e insumos. Esos pacientes son referidos o enviados de hospitales departamentales que no los atienden por falta de especialistas, equipos, medicamentos o servicios correspondientes", señala en un informe la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CONADEH). El documento no incluye el drama que enfrentan los pacientes del Mario Catarino Rivas que son atendidos entre láminas y plásticos. El presupuesto de este hospital público hondureño se redujo de 46 millones de dólares asignados en 2016, a 26 millones en 2017.

En Guatemala, Zulma Calderón, Defensora de la Salud de la Procuraduría de los Derechos Humanos, señala que la falta de insumos básicos en los hospitales del interior del país obliga a los pacientes a acudir a los hospitales San Juan de Dios y Roosevelt, los más grandes de la capital. "Los pacientes no han tenido acceso a un ultrasonido o a un traumatólogo que los opere, no se les da acceso a las piezas más básicas en su lugar de residencia y vienen a llenar los hospitales más grandes por cosas que se deberían haber resuelto en un hospital regional o departamental".

En El Salvador, a ninguno de sus hospitales públicos le alcanza el presupuesto asignado. Todos solicitan recursos adicionales para los últimos meses del año. Cuando se les aprueba, solo los pueden utilizar para comprar insumos críticos. Lo básico para seguir funcionando, no hay margen para ampliar cobertura o mejorar los servicios. Este país cuenta con 30 hospitales públicos, tres de éstos de referencia, en donde atienden a los pacientes con enfermedades graves. Son los que cuentan con más equipo y más personal. En esta categoría está el Hospital Nacional de Niños Benjamín Bloom, al que Marina y Wendy llegaron hace 11 años.

Melvín Rivas

Cuando Marina empezó en 2007 a recorrer consultorios con Wendy de cinco años y una fiebre que no cedía, lo hizo en Ocotepeque, un municipio hondureño que comparte fronteras con Guatemala y El Salvador. Arrancó en una clínica privada. Al no ver mejoría con tratamientos para anemia y dietas, siguieron escalando niveles a ciegas, sin ninguna instrucción o mapa. Llegaron hasta San Pedro Sula, a 260 kilómetros del hogar, una distancia que se transita en siete horas en bus. Ahí le tomaron más muestras, más exámenes, querían cobrar envíos de muestras a Estados Unidos. Y la niña seguía mal.

Rebotaron en Honduras por un par de consultorios más, entre privados y públicos, pero la respuesta no llegó. Agobiada, casi vencida, Marina escuchó hablar de un hospital solo para niños, ubicado en San Salvador, la capital salvadoreña, a 110 kilómetros de distancia. Con su entonces esposo reunieron el dinero que pudieron de sus salarios como profesores de escuela para llevar a la niña. Iniciaron el camino hasta el Hospital Nacional Benjamín Bloom sin nada más que la esperanza de hallar una cura.

Llegaron a la emergencia del Bloom el 6 de junio de 2007. Tras descifrar las letras IRC en un papel, Wendy pasó ese mismo día de la sala de emergencia al servicio de nefrología donde quedó ingresada. Marina, recuerda, se sentía abrumada por la enfermedad, por estar en otro país sola y por tener que resolver su estancia en la noche. También la desconcertaba el comportamiento de Wendy.

—Mi niña lloraba, se tiraba al suelo, les tiraba cosas a las enfermeras, y yo no entendía que eran los químicos los que la ponían como loquita —cuenta con una voz que se rompe.

Wendy estuvo ingresada un mes. Salió del Bloom el 6 de julio de 2007 estable, con un catéter para diálisis intermitente y citas continuas dos veces por semana para seguir con un tratamiento que es vitalicio, mientras no se realice un trasplante de riñón. En Honduras, en aquel año, los pacientes de Ocotepeque afectados por la Enfermedad Renal Crónica no tenían más opción que viajar al menos seis horas hasta San Pedro Sula.

Los extranjeros que llegan al hospital Bloom lo hacen de manera espontánea, no son referidos de otros centros asistenciales, por lo tanto, no traen expediente ni exámenes de laboratorio. Vienen como Marina y Wendy: con la ropa que traen puesta y buscando respuestas. En 2017 el Bloom brindó 1,050 consultas curativas a niños hondureños y 295 a guatemaltecos.

En los dos últimos años, el presupuesto de este hospital fue reducido:  de 30 millones de dólares en 2016, a 28 millones en 2017. La demanda es tan alta que el promedio de espera para ser atendidos en ese centro asistencial es de 56 días. El año pasado solo se pudo hacer un 73 % de las cirugías electivas, debido a que cuatro de sus once quirófanos se dejaron de usar por falta de personal de enfermería y anestesia. Es un hospital con vocación y dedicado a los niños, donde nada sobra y casi siempre todo falta.

El recorrido de un hombre en agonía

Se llama Mamerto V. Tiene 52 años. Apenas habla. Tiene un tubo en la nariz, un catéter en la mano y vendas en el estómago. A primera vista, está muy mal. "Cuando lo trajimos estaba peor", explica Richard, un amigo que se define como casi hermano.

Mamerto vive en Jalpatagua, un municipio guatemalteco fronterizo con El Salvador. La gente de ambos países va y viene de un lado a otro como rutina. Pero dar esos saltos entre países con un dolor insoportable es otra cosa. Por eso, el primer lugar donde consultó por su dolor fue un centro asistencial local. Dos veces fue y no encontró alivio.

Una noche, el dolor se intensificó y lo empujó a recorrer una distancia más larga. Tras una hora de camino en carro, llegó al hospital de Jutiapa. Regresó a su casa con medicamento, pero tras varias dosis, el dolor no menguó.

Cuando en una noche de inicios de agosto se desmayó, la familia de Mamerto cruzó a toda prisa la frontera hacia El Salvador y lo llevó a Ahuachapán. Llegó con el apéndice reventado. El personal médico de ese lugar lo ingresó en el sistema sanitario salvadoreño y lo llevaron en ambulancia hasta el hospital de siguiente nivel que se encuentra en Santa Ana.

Melvín Rivas

Mamerto es un jubilado; vive de su pensión. Se encuentra en esta cama del hospital San Juan de Dios de Santa Ana, débil y deteriorado, pero vivo.

Con discreción, una enfermera dice que no se trata solo del apéndice. El personal médico sospecha que Mamerto sufre de otra enfermedad de base que lo vuelve muy vulnerable, pero falta hacerle más estudios. Por ahora, Mamerto está estable, algo que ha representado para el hospital San Juan de Dios 20 días de ingreso y una cirugía. Esta es la cuarta que Mamerto se hace en El Salvador, porque los hospitales de la ciudad de Guatemala —en donde en teoría podría hacerse este proceso sin dejar su país— a él le quedan a una distancia imposible de 110 kilómetros, dos horas de camino sin tráfico. "Si cuando se desmayó lo hubiéramos llevado directo a la capital, o primero a Jutiapa y de ahí a la capital, se nos muere en el camino", cuenta Richard, el hermano, que espera que le den el egreso en unos días para llevarlo a Jalpatagua.

De los 655 egresos de extranjeros que el hospital de Santa Ana reportó el año pasado, 654 fueron guatemaltecos. A este hospital también le han recortado su presupuesto. De 22 millones de dólares en 2016, bajó a 20 millones en 2017.

Una sala de emergencia inhabitable

En el San Juan de Dios de Guatemala, el grande, el de referencia nacional, abundan sillas de espera rotas, camas de hospital rotas, camillas rotas. Está colapsado y roto o a punto de romperse, como las tuberías. Este es uno de los dos hospitales de referencia III del país. Junto con el Roosevelt, son los que más recursos tienen para atender los casos graves que les llegan de todo el país. El San Juan de Dios cuenta con 30 especialidades y subespecialidades. Tiene 500 médicos, 1,300 enfermeras y 946 camas censables. Al menos es así en papeles. Guatemala sufrió en 2015 una crisis que afectó el sistema de salud público. El San Juan de Dios fue, entonces, el símbolo de esa decadencia.

La crisis la desató un desabastecimiento de medicamentos e insumos en el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS), que atiende la salud de asalariados que cotizan. Este fenómeno, producto de una red de corrupción, obligó a los usuarios a tocar puertas en hospitales públicos, en donde ya, por lo general, se trabaja con una cantidad de medicinas e insumos insuficiente para la demanda. Las denuncias públicas por mala atención estallaron.

En ese 2015, el San Juan de Dios guatemalteco atendió gente hasta en los pasillos. La crisis se manifestó en las largas filas que los usuarios formaron para agendar consulta y también para farmacia.

La respuesta del gobierno guatemalteco llegó al siguiente año del escándalo. "Los dos hospitales más importantes del país representaban (en 2015) el 36 % del presupuesto del total de los 44 hospitales del Ministerio de Salud Pública; este porcentaje creció a 41 % en 2016, debido a la percepción de crisis", se lee en el informe "Guatemala: tendencias del gasto en salud", publicado en junio de 2017. Ello implicó un incremento en su presupuesto. De 44 millones de dólares en 2016, subió a 83 millones en 2017. Lo mismo pasó en el Roosevelt, que llegó a 85 millones de dólares.

Ningún hospital del Triángulo Norte de Centroamérica ha recibido un aumento de presupuesto tan grande como estos en los últimos cinco años. Y ninguno recibe una erogación anual que se les acerque.

"El problema (en el San Juan de Dios) no es que no tengamos presupuesto para atender a las personas, lo que no tenemos es espacio", explica su director, Edwin Bravo. "Démonos cuenta de que este hospital fue creado para 1984, para otro tipo de demanda. Ahora ya no tenemos cabida. Tengo saturada la pediatría, ya no tengo espacios en camas, no damos para más", agrega con más resignación que alarma.

Con 23 años de experiencia como traumatólogo Bravo sabe que el sistema en el que se prioriza a los hospitales metropolitanos obliga a los usuarios del interior del país a recorrer grandes distancias y señala lo obvio: que hace falta construir hospitales de otro nivel en las zonas alejadas de la capital o aumentar la capacidad instalada de los que ya existen. Para esto hace falta dinero, y lo que queda de asignación del PIB para salud pública en Guatemala después de los presupuestos de los hospitales San Juan de Dios y Roosevelt no alcanza para invertir en infraestructura, especialización, equipo y personal para la periferia.

Así haya o no dinero en el San Juan de Dios, a Mamerto, el jubilado que sobrevive con su pensión y lo que le da su familia, le queda demasiado lejos. En primera instancia le tocaría acudir al hospital de Jutiapa, el que cuenta con 200 camas, ofrece 14 especialidades y en su área de atención habitan 145.000 personas. Entre 2013 y 2017, el presupuesto asignado anduvo entre los 48 y los 56 millones de dólares, una situación que lo obliga a depender de los donativos de equipo y de algunos medicamentos especializados. Pero lo que mejor describe lo que se vive en este hospital es, también, su infraestructura.

En el área de pediatría hay manchas de humedad en el techo y fisuras en la loza de piso. En el resto de los servicios las paredes tienen grietas transversales, hay desprendimiento de acabados en varios segmentos y el suelo ha perdido cohesión. El edificio completo de este hospital nivel II ya cumplió su tiempo de vida útil, según un informe de 2017 de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred). A la edad del edificio, que se supone data de 1965, se suma la falta de mantenimiento.

Este de Jutiapa es el hospital al que, por cercanía, debía asistir a Mamerto. También a este debía llegar Cayetano P., de 77 años, sastre; pero lleva más de una semana ingresado en el Hospital de Ahuachapán, El Salvador, por una enfermedad cutánea. Henrry R., de 40 años, reside en el municipio de Asunción Mita, por lo que también es parte de la población meta del Hospital de Jutiapa, pero lleva diez días ingresado en el Hospital de Santa Ana, El Salvador. Ofelia R., de 47 años, es de Jalpatagua y lleva 21 días ingresada también en el hospital de Ahuachapán, porque se hizo una cirugía programada que en Jutiapa seguiría esperando. Y así, cientos al mes, miles al año. Solo en el hospital de Ahuachapán, de las 1,599 emergencias atendidas en 2017, 438 fueron guatemaltecos.

Jalpatagua, Asunción Mita, Atescatempa, Jerez y el mismo Jutiapa forman parte de un cordón fronterizo de Guatemala que de manera habitual aparece mencionado en los archivos hospitalarios de El Salvador en la casilla de "procedencia". Para el Hospital de Ahuachapán, los pacientes guatemaltecos significan una erogación mensual que ronda los 100.000 dólares, según el director Ricardo Góchez. Para ponerlo en contexto, este hospital ya solicitó el habitual refuerzo presupuestario. Les fue aprobado un fondo de 87.000 como extra para terminar el año. Es menos de lo que los usuarios guatemaltecos representan en un mes.

Aunque la Conred urgió la construcción de un hospital nuevo en otro lugar de Jutiapa, solo se construyó, al lado de deteriorado edificio, una sala de emergencias que empezó a funcionar en agosto de este año. El terreno y la obra fueron donados por la municipalidad.

Las "pastillas de harina" de un himno contestatario

En Honduras, hay una canción que nació parte de una campaña electoral y acabó elevada a himno de oposición: "Si van a los hospitales en busca de medicina, por una simple aspirina, nos dan pastillas de harina. JOH, JOH, es pa'fuera que vas", dice una de las estrofas que escribió Macario Mejía. JOH son las siglas de Juan Orlando Hernández, presidente hondureño. La popularidad de la canción no radica en el apoyo a un partido, sino en que hace lo que es común en esta región: le pone ritmo tropical a una tragedia.

Ya sin ritmo tropical, para describir el estado de la red hondureña de hospitales públicos la Comisión Nacional de Derechos Humanos de Honduras (CONADEH), acuñó un concepto tan simple como angustiante: está en coma.

Este año la Comisión supervisó las instalaciones de 31 hospitales. Encontró desabastecimiento de medicamentos vitales, vicios en la adquisición de insumos médicos y quirúrgicos, malos tratos del personal para con los usuarios, falta de médicos y enfermeras, de mobiliario, de equipo, de sillas, de camas; pacientes atendidos en los pasillos. En resumen, que "Honduras evidencia un marcado y continuo desmejoramiento en la calidad de atención y en los servicios brindados".

Los hondureños no solo han hecho caravanas para migrar hacia Estados Unidos. Cada semana, y desde hace años, en las aldeas más pobres y aisladas se organizan uno o dos viajes colectivos hacia El Salvador en busca de salud. Estos viajes van llenos de gente con dolor, de embarazadas y de niños enfermos.

Melvín Rivas

Felícita López es una líder indígena. Vive en El Volcán, en Santa Elena, La Paz, Honduras. Debe caminar al menos cinco horas hasta el centro de salud de la cabecera del municipio y nada le garantiza recibir medicinas gratuitas. De ahí que prefiera caminar nueve horas y cruzar por un punto ciego para pasar consulta en El Salvador.

“Cuando viajamos para El Salvador, salimos a la una de la madrugada y vamos llegando de regreso a la casa a las nueve de la noche", cuenta Felícita. Un guía dirige al grupo por un camino sin riesgo de encontrar autoridades o delincuentes, que para el caso es lo mismo, porque les piden dinero. El guía no cobra su servicio, porque él mismo aprovecha para llevar a su familia al hospital del lado salvadoreño. "Regresamos con los pies ampollados de tanto caminar", ilustra.

Miriam Vásquez, de 32 años, salió de Marcala, La Paz, Honduras, para recibir atención médica en El Salvador. Consiguió hacer el viaje en carro. El dolor de los cálculos en la vesícula es profundo, agudo, ocupa todo el cuerpo y no se quita. Cada bache de la vía se le clava en el cuerpo como puñalada.

Antes de cruzar frontera, ya había ido al centro de salud hondureño. Miriam dice que llegó a las siete de la noche al hospital de Intibucá, la atendieron cuatro horas después. El médico que la examinó le entregó una receta y la dejó para atender a otro paciente. "Cuando me rebajó el dolor, unas gentes me dijeron '¡bájese de la camilla!' y me mandaron a una banca al pasillo; ahí me agarró vómito, le dije al doctor, y me ordenó a ir por unas pastillas a la farmacia, pero el hombre que atendía estaba dormido, me dio las pastillas hasta las cinco de la mañana”, recuerda. Al siguiente día, armó viaje a El Salvador donde fue operada.

Miles de pacientes acuden a diario en busca de asistencia médica en un sistema de salud caracterizado por su estado de ‘coma’ permanente, que no permite la atención con calidez y calidad que merecen los hondureños", denuncia la CONADEH en su informe.

Quien "va pa'fuera", no es JOH; son ellos, los enfermos de un cordón fronterizo aislado.

El hospital salvadoreño donde dan a luz hondureñas

Cuando en la comunidad El Volcán hay varias mujeres que necesitan controles prenatales y ginecológicos, contratan un vehículo para ir a El Salvador. Pagan 150 lempiras (unos 7 dólares). Para los residentes de esta comunidad, dedicados sobre todo a la agricultura, cien lempiras representan un día y medio de trabajo. Aún así, prefieren pagar para pasar la frontera.

El problema es que las municipalidades hondureñas han prohibido que se usen los servicios de parteras. Las mujeres que no acudan a un hospital deben pagar 1,500 lempiras de multa (unos 120 dólares) para poder inscribir a sus hijos en el registro. Incluso si ese hospital al que deben ir queda lejos, al otro lado de un camino difícil.

Gualinga es, como la de El Volcán, una aldea situada a unas dos horas hasta el centro del municipio de Santa Elena. Es un camino de piedra y tierra rodeado de cerros habitados por gente que ha construido ranchos precarios.

En uno de estos cerros vive María Santos Benítez. Su casa está frente a una reserva indígena con pinos y árboles de liquidámbar, hábitat de venados, tigrillos y tapir. Un lugar en donde los caminos desaparecen y se convierten en ríos de lodo cada vez que llueve fuerte.

Melvín Rivas

María Santos tiene 33 años y tres hijas: una de nueve años; una de seis —que aparenta la mitad de su edad—, y otra de cuatro, todas con señales de desnutrición. La primera y la tercera nacieron en hospitales de El Salvador. “Solo he ido a Santa Elena cuando voy a consulta, a veces nos dan medicina y cuando no hay, pues, la compramos, si podemos”.

Para ir al centro de salud hondureño de Santa Elena, hay que caminar hasta una hora; mientras que hacia El Salvador camina unos 20 minutos. Toma un bus y llega al hospital más cercano.

“¡Mire! yo la tuve a ella allá (señala a su hija menor)”, es decir, en El Salvador. “La primera niña que tuve la fui a tener allá también”. La parte de El Salvador a la que María Santos llega a parir es el departamento de Morazán. El hospital está ubicado en el municipio de San Francisco Gotera. Y sucede que aquí, en 2017, nacieron 238 niños de Gotera y 251 niños cuyas madres confirmaron ser de Honduras.

"Si sumamos la consulta externa y los egresos, la gente de Honduras representa para este hospital el 30 % de las atenciones", explica Salvador Pérez Orellana, director de este centro asistencial. La mayoría son mujeres y llegan hasta aquí como María Santos: para parir.

Un parto natural sin complicaciones le cuesta al sistema de salud público salvadoreño entre 800 y 1,000 dólares. Pero las pacientes que de la Gotera no llegan en condiciones óptimas para parir, como la misma María Santos. "Con la tercera me fui para Santa Elena, pero ahí me dijeron que no la podía tener, estaba complicada, entonces me fui a El Salvador y allá me hicieron la cesárea".

Los casos complejos son enviados al hospital del siguiente nivel en San Miguel o en San Salvador.

Una milicia de invisibles

Un niño de cuatro años con VIH, un niño de 10 con fibrosis quística, una niña de 10 años con lupus eritematoso, una niña de 10 años con una nefropatía hereditaria, un adolescente de 15 años con fisura en el paladar, uno de 10 años con chikunguña. Todos han tenido que viajar durante varias horas en condiciones cercanas a la miseria para poder recibir atención médica en El Salvador. Son los guatemaltecos que forman parte de los registros de 2017 que lleva el Hospital de niños Benjamín Bloom.

La lista de los pequeños de Honduras es más larga: una niña de nueve años con desnutrición, una niña de cinco con un tumor, un niño de 11 con leucemia, una niña de 12 años con fibrosis quística, un niño de un año con riñón poliquístico y entre las frías casillas de Excel, sobresale un niño de 13 años cuyo diagnóstico secundario se define como: "problemas relacionados con bajos ingresos".

Melvín Rivas

"Es así, son invisibles", dice el subdirector del Bloom, Guillermo Lara Torres. No hay ningún convenio que los ampare en El Salvador. Y tampoco las autoridades de Guatemala y Honduras los conocen. No hay registro de lo mucho que se esfuerza un niño de un año que debe viajar desde una aldea de Mapulaca, Honduras, para ser operado de una hernia umbilical en el Bloom, porque en su país no hay mejor opción para él.

Solo el año pasado, Marina y Wendy hicieron 104 viajes desde su Ocotepeque de Honduras, hasta el anexo del hospital Bloom para recibir cuatro horas de hemodiálisis cada miércoles y cada sábado. Esto es lo que la ha mantenido con vida desde aquel 6 de junio de 2007, cuando se le diagnosticó la IRC. Wendy, ya convertida en adolescente, también recibió el año pasado otras 29 consultas con especialistas en nefrología, odontología y otorrinolaringología.

Wendy nunca tuvo oportunidad de ir a la escuela. Pero sabe leer y, según Marina, no la engañan al contar monedas en lempiras y en dólares. Mientas espera a que Wendy salga de la terapia de este día, a la madre le brotan las lágrimas. Cada cumpleaños de la adolescente aumenta la angustia. Ya tiene 16. Y en el Bloom solo la pueden atender hasta los 18, no puede hacerse mayor de edad entre estas paredes pintadas con motivos infantiles.

A Wendy se le acaba el tiempo en el Bloom. Si fuera salvadoreña, podría trasladar su expediente al Hospital Nacional Rosales, también de nivel 3 y referencia. Pero no es, y en este centro asistencial ya no están brindando tratamientos por enfermedades crónicas a extranjeros. Las consultas a extranjeros en el Rosales se redujeron de 1,881 en 2013, a 311 en 2017. Las opciones en Honduras son San Pedro Sula y Tegucigalpa. Pero para ir de Ocotepeque a San Salvador bastan unos 16 dólares de transporte y seis horas de camino, para cualquier destino en Honduras estos números se duplican.

Marina ya intentó al menos dos veces donarle un riñón a su hija. Pero fue descartada por cuestiones médicas. Así han sido descartadas otras personas que se han acercado con la intención de ayudar.

“No se puede mejorar lo que no se controla, no se puede controlar lo que no se mide y no se puede medir lo que no se define”, la frase la eligió el subdirector Lara como inicio de un mensaje institucional que está colgado en la página web del hospital Bloom. Marina y Wendy, como tantos otros necesitados de atención médica, forman parte de una caravana anónima que se pierde en el abandono institucional.

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Isaías Morales desde Guatemala, y Wendy Funes desde Honduras, contribuyeron con esta investigación.

Este reportaje fue realizado en el marco de la iniciativa para el periodismo de investigación en las Américas, del International Center of Journalists (ICFJ), en alianza con Connectas.

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