Algunos de sus efectos tienen ya notoriedad macroeconómica. Las remesas familiares prácticamente sostuvieron la balanza de pagos de Guatemala, Honduras y El Salvador durante el peor momento de la crisis económica mundial. Compensaron en buena medida el desplome de las importaciones y exportaciones.
En la visión tradicional de la política económica, para poder crecer y desarrollarse un país le conviene atraer inversión extranjera directa (IED). Durante décadas hemos seguido esta receta, concediendo privilegios fiscales y reducciones de impuestos a diestra y siniestra, todo bajo el manto de la atracción de la IED. Sin embargo, no hemos sido muy exitosos: del total de la IED que recibe América Central, el 60% se lo lleva Panamá y Costa Rica, con mejores condiciones sociales, y por ello, menos migrantes. Guatemala, con toda la parafernalia de pagar menos impuestos, solo obtiene el 13% de la IED que llega a la región.
Sin embargo, los migrantes, sin privilegios fiscales, pagando impuestos en el país que los acogió, hacen más por nosotros que la receta de atraer IED. En 2010 América Central recibió US$5,582 millones de IED (solo US$733.9 millones para Guatemala), muy por debajo de los US$11,281.2 millones que nuestros migrantes nos remesaron ese año (US$4,119.3 millones a Guatemala, el 36%).
Los guatemaltecos que como sociedad hemos despreciado y maltratado, nos ayudan y aportan 5.6 veces más que los inversionistas extranjeros, a los que más hemos mimado y privilegiado. Con estos datos, Guatemala tendría que tener clarísimo qué hacer: los escasos recursos que tenemos deberíamos destinarlos a invertir en capital humano, es decir gasto social. Avanzar a ser tan o más competitivos como Panamá y Costa Rica, con trabajadores con educación y salud. Es decir, apostarle a una competitividad real y efectiva: más y mejor educación y salud.
Sin embargo, vamos a todo galope en la dirección contraria. En el Congreso avanza nueva legislación para extender y ampliar los regímenes de maquila y zonas francas. Pero la reforma fiscal integral que sería la base para esa inversión en capital humano que tanto nos urge, continúa encontrando excusas, pretextos y postergación.
Esto nos hace reflexionar en cuanto a que debemos aprender mucho más de nuestros hermanos migrantes. Aprender a respetar, cumplir las leyes, ser solidarios y a vivir en democracia.
Por ejemplo, el domingo pasado Prensa Libre publicó un reportaje sobre el problema que supone que los varones utilicen la vía pública como letrina, un acto de egoísmo extremo y que se vuelve un problema social cuando más y más lo hacen. Ese artículo informó que una de las primeras cosas que los migrantes dejan de hacer cuando llegan a otro país es orinar en la calle. ¿Podremos aprender acá también?
Al igual que aprender a no usar las calles como letrinas, los migrantes nos pueden enseñar también a valorar la ciudadanía. El migrante aprende que la ciudadanía es algo valioso, por lo que debe luchar y esforzarse. Que para poder obtenerla primero debe demostrar que debe pagar impuestos, que es capaz de respetar y cumplir las leyes.
Aprende, además, a valorar la solidaridad. Por experiencia propia, muchas veces por sufrimiento propio, aprende a que solos y con egoísmo difícilmente se logran superar muchos problemas. Las redes de apoyo y solidaridad de las comunidades migrantes son ejemplos de cómo un grupo puede sumar esfuerzos para obtener objetivos comunes.
Frecuentemente, desdeñamos el acompañamiento y la presión internacional por ajena e intervencionista, más si es para impulsar una reforma fiscal. Quizá si esta presión y llamada de atención viene de nuestra propia familia, por lo menos superemos ese pretexto para hacer lo que debemos hacer.
Debemos escuchar y poner más atención a nuestros hermanos migrantes que a los “inversionistas”. Al final, nuestros migrantes han demostrado se capaces de darnos más sin pedir nada a cambio.
ricardobarrientos2006@yahoo.com
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