Que son profundamente ajenas a cualquier entendimiento crítico de la realidad nacional es de por sí obvio. Que apelan a un nacionalismo vacuo y simplista que difícilmente pase de las puras buenas intenciones, también.
Pero más allá de esto, lo que molesta de estas campañas es el uso descarado del archiconocido arte de vendernos gato por liebre; es decir, de hacernos creer que Pepsi tiene un enorme corazón altruista cuando lo que realmente le interesa, como a cualquier otra corporación, es vender más. Pepsi no vende un país, no vende una identidad o concepto. Pepsi vende Pepsi y punto. Y, bajo la lógica del capital, todo lo demás—Guatemala como idea, Arjona como intermediario—no es más que un simple instrumento para lograr el objetivo: que nosotros los consumidores compremos más Pepsi al asociar a esta con una idílica versión de Guatemala que refleja no nuestras acciones sino nuestros deseos, un lugar paradisíaco y tranquilo donde reina la armonía y la fraternidad. Pensar que el altruismo corporativo es sinceramente altruista es tan ingenuo como pensar que la inteligencia militar es realmente inteligente.
La pepsimorfosis quizás no se sentiría tan artificial e inconsecuente si lo que nos mostrara, lo que señalara como esencia de una supuesta identidad guatemalteca, fueran cosas que hayamos logrado como sociedad; es decir, cosas que fueran el resultado de un esfuerzo conjunto. Pero la pepsimorfosis y su nacionalismo facilón se enfocan mayoritariamente en elementos ya existentes, en elementos que como comunidad no hemos construido: valles, montañas, verdes, azules, océanos, lagos y volcanes. Sería fantástico si, por el contrario, se pudiera mostrar (incluso que Pepsi lo hiciera) cómo erradicamos la ignorancia, la pobreza y la prepotencia; cómo construimos una sociedad justa donde nadie muere de frio, hambre o enfermedades curables, donde la seguridad no es el resultado de políticas policiales y represivas sino de cierta igualdad, ante la ley y ante el otro, basada en el aprecio y el respeto mutuo.
Pero lo que quizás más molesta de este nacionalismo Coelho, ligero, vacuo y facilón, es que reproduce la mentalidad finquera que, quizás como ninguna otra, define a la sociedad guatemalteca; una mentalidad simplista que no cuestiona su posición de privilegio; que cree que su simple deseo construye la realidad; que asume siempre que en su dominio reina la paz, la armonía y la prosperidad; que piensa que todo es como debe ser y por ello inmutable y eterno. Los esposos autoritarios que en sus casas-finca someten a sus parejas a su autoridad soberana; los profesores que en sus aulas-finca se desquitan con sus alumnos bajo despóticos regímenes disciplinarios; los padres que en sus hogares-finca crían hijos sumisos y prestos a reproducir el sistema; los empresarios que en sus oficinas-finca dirigen y tratan cual ganado a sus empleados; los guardias de seguridad, policías y soldados que, con el arma bajo el brazo, se transforman en pequeños dioses convencidos de tener el poder de decidir sobre la vida y la muerte de sus súbitos; los choferes de camioneta y los dueños de Suburban que se conducen cual monarcas en camino real; los finqueros que en sus latifundios-finca de café, de azúcar, de cardamomo, de ganado, deciden tiránicamente sobre las condiciones laborales de sus peones e incluso sobre su valía humana; ejemplos todos de esa mentalidad finquera presente en todos los niveles de la sociedad y que probablemente sintetiza mejor que otras nuestra visión de nación.
Obviamente, nadie, en su sano juicio, quiere dejar de ser el Napoleón de su reino, el finquero de su dominio, por más reducido o insignificante que este sea. Nadie, en su sano juicio, está presto a aceptar que su finca no es un paraíso, que además de verdes y azules, de montañas, lagos y volcanes, está llena de grises y negros, de barrancos, acequias y basureros. Nadie, en su sano juicio, quiere que su dominio, grande o chiquito, deje de ser su fincota. Pero los locos e insensatos aumentan día a día…
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