Llamarle a la reunión “encuentro con los padres de familia” es un decir. Esta vez podíamos sentirnos afortunadas porque nos acompañaban dos padres, el resto como de costumbre, éramos un coro femenino acuerpando diligentemente al maestro.
No me molesta que la mayoría seamos mujeres. De hecho, me alegra porque me permite encontrarme con un par de muy buenas amigas. Me incomoda, eso sí, la naturalidad con que se acepta que seamos nosotras las que siempre estemos ahí.
Soy madre. Me deleito al serlo. Quiero ver crecer a mis hijos, estar con ellos, reír y cuidar de ellos, disfrutarlos, acompañarlos en sus descubrimientos, amarlos y enseñarles todo lo que pueda. Ser madre es parte de mí: lo asumo porque amo a mis hijos. Es un privilegio vivir la vida con ellos. No sé qué sería de mí sin sus risas, tristezas, travesuras, enojos, ocurrencias, frases filosóficas, besos y abrazos. Aunque la vida de mis hijos es mi prioridad, la maternidad no me define del todo. Cuando se habla de la maternidad sin despejar de la discusión el halo romántico del modelo tradicional de la mujer-madre, no están hablando conmigo. Decidí, junto al padre de mis hijos, ser madre. Pero seamos realistas, en Guatemala somos una minoría la que puede decidir o planificar serlo. Las cifras de “embarazos” adolescentes (el eufemismo no me agrada) son espantosamente altas.
Ser madre y/o padre, o los dos al mismo tiempo, es un reto diario. Además requiere de una habilidad insólita de improvisación. Abundan los talleres y cursos de maternidad o paternidad –cosa que me parece llamativa aunque tal vez no imprescindible. Supongo que todo depende de la orientación teórico-práctica de los mismos. Creo simplemente que no hay mejor capacitación que la que se da en el día a día. Cuando a tu niña de dos años le da por hacer un berrinche descomunal en el trayecto a casa en medio de un atasco infernal, no te da tiempo de sacar el manual de la “Madre Moderna Reina de Su Casa y Su Hogar”, y seguir las instrucciones al pie de la letra. Esos episodios son talleres intensivos de tolerancia… y de reanimación respiratoria. No conozco a una sola madre que diga con buen talante y sonrisa apabullante “ay, qué gratificante desvelarse toda la noche atendiendo amorosamente a mi hijo o hija”, sin que yo cuestione descaradamente su sinceridad. No estoy diciendo que no nos desvelamos por amor. Me parece perfecto, además, que alguien pueda decir que ama la profesión de ser madre a secas.
El problema está en querer endilgarle a una la “imagen de perfección” de la madre Corazón Abnegación –y no por esta característica en sí misma. Me explico: la perfección per se (el querer hacerlo todo bien) no es el tema de fondo. Se recurre a digresiones argumentativas tratando de explicar por qué es frecuente que las mujeres experimenten una tensión entre el desempeño laboral y el “desempeño” maternal -tensión que a veces se convierte en expresiones de culpabilización. Pero muy pocas veces, nos preguntamos el por qué de esa tensión. Ahí está el meollo del asunto: ¿cómo esta tensión se reproduce en una estructura social que apela a la renuncia –de una u otra cosa- para seguir reforzando el papel de la mujer como “paloma para el nido”?
El 24 de mayo de 2013, el rotativo The Guardian publicó el artículo Why women leave academia and why universities should be worried (Por qué las mujeres abandonan la academia y por qué las universidades deberían preocuparse), mostrando que las mujeres se retiran de la investigación académica porque piensan que les representa mayores renuncias o sacrificios como prerrequisito para el éxito en la profesión. Según los autores del artículo, esto se deriva en parte de la percepción que las mujeres tienen de los roles femeninos ‘modelo’ en la academia –frecuentemente sin descendencia. A la par, sigue operando el imaginario de la mujer dedicada a atender su hogar y cuidar de sus hijos para hacer de ellos buenos ciudadanos. Son modelos que nos encierran, nos estereotipan, nos hacen menos autónomas y nos niegan cualquier forma de disensión a la regla. Nunca faltará quién repruebe y decida enmendarte la plana, muchas veces con gentiles intenciones, porque no estás cumpliendo con tus obligaciones de madre como debe de ser.
Si hablamos de crítica, creo que deberíamos empezar por retomar dos temas. Uno de ellos es el uso y distribución de los tiempos en las tareas reproductivas entre hombres y mujeres, estableciendo un verdadero reparto del cuidado de los niños entre padres y madres. No se puede romper el modelo de la renuncia y de la maternidad como una función y no una elección, si no pasamos por ahí. El otro tema que me parece fundamental es cuestionar el supuesto del instinto maternal. El instinto maternal ha penetrado nuestras conciencias a tal punto que consideramos que la mujer no está “completa” si no es madre. Como sostiene Norma Ferra, “el supuesto del instinto niega a la mujer la posibilidad del deseo, incluso del deseo del hijo, porque en definitiva, a los hijos no se los quiere por instinto, sino por amor."
¿En dónde buscar respuestas? Las mías, las he encontrado a veces en lugares inesperados. El jueves, después de una jornada de trabajo bajo un sol abrasador, mi colega antropóloga y yo, entrábamos a un callejón que nos conduciría a la vivienda de Sandra.[i] Por el callejón de tierra, fluía un riachuelo de aguas negras despidiendo un olor desagradable. Llegamos al cuarto de Sandra que colindaba con ocho más, formando un círculo de pequeños espacios, abarrotados de enseres domésticos. En cada cuarto viven apiñadas familias enteras. Nos sentamos a conversar sobre unos bancos de plástico de colores, frente al cuarto de cemento y tablas de madera que están pudriéndose por la humedad.
En el centro del patio, las mujeres comparten las pilas: se escuchan los vaivenes de sus manos entre el agua y el jabón. Una de las hijas de Sandra limpia en una esquina de la pila un ramillete de chipilín. La historia de Sandra es espeluznante, como lo es la de Augusto un joven herrero con talento graffitero. Aún así, les traslado a mis hijos a mi regreso del trabajo de campo, dos momentos significativos. “Augusto”, “¿qué es lo que más recuerda de su mamá?” “Mi mamá nos enseñó a tener los pies sobre la tierra. Siempre nos dijo que lo que era, era y lo que no era, no era”.
Mientras revisaba mi cuaderno de campo, el hijo menor de Sandra –que tiene la edad de mi hijo mayor- nos enseñaba su única joya: un camión de bomberos de plástico rojo destartalado, de los que tienen escalera plateada que puede expandirse y rotarse, con letras grandes al frente con la leyenda “RESCUE POWER, HIGH SPEED”. El niño nos preguntó si teníamos hijos. “¿Por qué querés saber?” –pregunta mi colega. “Si querés te lo regalo” –respondió el niño, ofreciendo su único camión de bomberos rojo. Noté la sonrisa de su madre. Y es que Sandra –dice la gente- tiene un “problema”; por eso los vecinos nos acogieron en silencio y con una mirada desaprobadora. Cuando Sandra sale del trabajo, vive recluida, no quiere pleitos con nadie. Sandra es prostituta, y a pesar de una niñez colmada de vejaciones, en medio de la miseria y de la desolación, le ha transmitido a su hijo la posibilidad de un gesto humanamente esencial. “Nunca te había visto tan bonita” –con esa frase, mi hijo mayor interrumpió el relato. Era cierto.
Se afirma que la niñez es la patria de los recuerdos: un único gesto y una sola frase pueden marcar una vida. Pero ahora sé, además, que en la experiencia de la maternidad es necesario desprenderse de la escuela rígida del deber ser, para ir buscando nuestras propias rutas un poco más creativas, más espontáneas. Inevitablemente, nos equivocaremos. No lo dudo. Conozco mis limitaciones pero espero que los niños puedan sonreír, verme a los ojos, saber que mi amor es ilimitado y que lo que es, es.
[i] Sandra y Augusto son nombres ficticios
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