Y es que es difícil albergar esperanza cuando hechos trágicos y violentos mantienen enlutada a la sociedad. Las semanas anteriores no han sido la excepción, por estar marcadas por una sucesión de hechos trágicos y violentos.
El asesinato de las hermanas adolescentes Karla Daniela y Nancy Paola Oscal Pérez, estudiantes del Instituto Normal Centro América (Inca), debió ser una sacudida traumática para toda Guatemala. Pero, en este caso surgieron informaciones no confirmadas de una posible vinculación de estas dos jovencitas con actividades delictivas como el cobro de extorsiones, y me pareció alarmante, además de rayar en lo estúpido, que estos rumores provocaron una suerte de relajación en el grado de indignación. Como que este rumor, aunque fuese cierto, justificara tan deleznable crimen.
Sólo días después, Guatemala volvía a sacudirse de indignación por el asesinato del chef Humberto Domínguez. Como si este asesinato no fuera lo suficientemente trágico, sentí dolor profundo cuando escuché rumores sobre que quizá el propio chef Domínguez había buscado su muerte debido a su estilo de vida. Otra vez, la indolencia y la estupidez pareciera estar nublando nuestro juicio. ¿Tan poco vale ya la vida en Guatemala, que nos conformamos con semejante excusa para “justificar” un asesinato?
Por si no fuera ya excesivo, el partido “clásico” del fútbol guatemalteco quedó reducido a otra tragedia sangrienta con el asesinato de Kevin Díaz, a manos de los cafres fanáticos del otro equipo. Los comentarios de lectores y radioescuchas de los medios por lo menos coinciden masivamente en señalar con indignación el grado de descomposición social que este hecho evidencia de manera reiterada y exigir una política coherente de seguridad ciudadana.
Y es que preocupa la respuesta gubernamental precaria ante un fenómeno social complejo. Estudios del Icefi dan cuenta que el 59.5% de la población adolescente (aproximadamente 2.16 millones) vive en pobreza y el 14.5% (unos 529,000 adolescentes) en pobreza extrema (Encovi, 2011). Cerca del 38.8% de los adolescentes en edad para trabajar están insertos en el mercado laboral y uno de cada dos lo hacen fuera del sistema de seguridad social (Enei, 2011). En la Guatemala de hoy, la mayoría de las adolescentes que quedan embarazadas antes de los 18 años, lo hacen en condiciones precarias para una maternidad saludable (Ensmi, 2008). Asimismo, cerca de 1 de cada 3 adolescentes trabajadores, de entre 15 y 19 años en el área metropolitana, recibe un salario que no cubre sus necesidades básicas, y aproximadamente 9 de cada 10 no está cubierto por el seguro social (Enju, 2011). Y directamente relacionado con la violencia, el Icefi señala con alarma que la tasa homicidios de adolescentes entre 18 y 21 años es de 55 x 100,000 habitantes, es decir, casi el doble de la tasa de homicidios nacional (34 x 100,000 habitantes).
Pero quizá lo más trágico es que no tengamos claro que semejante crisis social no la vamos a corregir con represión, armas y pena de muerte. Es decir, esto no se corrige con política de “mano dura.” ¿Por qué nos cuesta tanto entender algo que debiese resultar evidente? Quizá continúe en el ideario popular aquella reacción tan común en los años más cruentos de la guerra civil, en la que los crímenes se explicaban, o hasta “justificaban” al decir “si lo mataron de esa forma, es porque andaba metido en algo…”.
Como sociedad, estamos sicológicamente enfermos de violencia. Y la medicina indicada, por supuesto, no debería ser más violencia. ¿Podremos entender esto algún día?
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