En forma creciente, en Guatemala, al igual que en cualquier parte del mundo, las clases dirigentes manejan con mayor sutileza a las grandes mayorías paupérrimas. Los modernos medios masivos de comunicación son el instrumento idóneo para lograr ese cometido: tales medios mantienen controladas a las poblaciones mucho más que los ejércitos y los servicios secretos de inteligencia. Después de los acontecimientos del 2015 (movimientos cívicos anticorrupción), los grupos de poder hicieron creer a la gente —fundamentalmente a través de esos medios— que la llegada de un presidente no quemado a las lides de la vieja politiquería corrupta traería aires renovadores. No fue así.
Guatemala sigue siendo estructuralmente el mismo país de siempre: rico en su generación de riqueza (undécima economía a nivel latinoamericano), pero tremendamente desigual en su distribución. Eso no cambia.
Las administraciones de turno son solo gerentes que trabajan en función de mantener esa situación. El Estado, supuestamente un aparato que vela por el beneficio de toda la población, se evidencia funcional con esa asimetría estructural: es un Estado burocrático que defiende los intereses de los grandes grupos económicos (agroexportadores y algunas industrias monopólicas), siempre de espalda a las verdaderas necesidades de la población, profundamente racista y patriarcal, sin visos de cambio real en el mediano plazo.
Dicho Estado fue eficientemente funcional a la oligarquía local y al imperialismo estadounidense (el otro gran factor de poder en el país) durante la pasada guerra contrainsurgente. Pero dicha guerra tuvo un efecto inesperado: generó un grupo militar que, amparado en las estructuras estatales, además de cuidar los intereses de la gran empresa (nacional y extranjera), se constituyó él mismo en factor de acumulación económica. La impunidad reinante permitió que fuera desarrollándose y creciendo, de modo que pasó a ocupar un lugar importante a través de diversos tentáculos que articuló con prácticas delincuenciales. De ahí que los negocios sucios florecieran (narcoactividad, contrabando, tráfico de personas, contratos fraudulentos con el Estado) y dieran lugar a nuevos ricos (llenos de cadenas de oro y de influencia política).
Como negocios son negocios, hoy en día no se puede discriminar con total claridad quién es el bueno y el malo de la película. De hecho, no hay buenos ni malos: hay intereses económicos fundidos. Y los intereses económicos tienen su correlato en la expresión política. El Estado, en definitiva, es el defensor de esos intereses. La población de a pie, como siempre, sigue siendo la excluida.
Como «Estados Unidos es quien decide las cosas en Centroamérica», según dijera con toda espontaneidad el candidato presidencial hondureño Salvador Nasralla, puede verse que la estrategia actual de Washington pasa por controlar la región más sutilmente. Golpes de Estado cruentos y dictadores sanguinarios ya no son negocio: de ahí su actual lucha contra la corrupción (para eso financia a la Cicig). Pero, vericuetos de las luchas de poder, ahora choca esa estrategia con las mafias ya enquistadas.
Paradójico (o patético) fue que Jimmy Morales, surgido de la mercadotecnia como candidato no corrupto, desde el inicio de su vida política se hubiera ligado a los sectores más corruptos y mafiosos. Su partido, el FCN-Nación, está conformado por lo menos transparente que hay en plaza, con personajes ligados a la guerra sucia y a negocios mafiosos. Y toda su administración (ya superó la mitad del período presidencial) evidencia la más descarada opacidad y prácticas politiqueras tradicionales, siempre del lado de lo antipopular y lo corrupto.
En dos años de gobierno, Jimmy Morales —más allá de una risible presentación de logros en su último informe anual— no puede exhibir ningún avance real en la situación social del país. Los empresarios, sí, siguieron haciendo su negocio. Y las mafias (el narco y la clase política corrupta y saqueadora del Estado) continuaron operando sin mayores sobresaltos. Pero la población sigue hambreada (50 % de los niños padecen de desnutrición), con escaso acceso a educación, con salarios paupérrimos, con condiciones laborales desastrosas, con déficit habitacional, teniendo como salida (desesperada) marchar de ilegal a Estados Unidos.
El problema no radica en la persona de Jimmy Morales (sería absurdo sostener eso). Es estructural. Pensar en combatir realmente la corrupción y la impunidad implica cambiar de raíz la sociedad. La Cicig, por supuesto, no está para eso (es una avanzada de Washington para manejar gobiernos amparándose en el combate de la corrupción). Combatirlas de verdad significa cambiar la sociedad. El presidente actual, con las limitaciones del caso y rodeado de lo peor de la sociedad, es un exponente de la clase política del país: ni vieja ni renovada, sino la única que hay, es decir, abominable. Pero, si se reemplazara a este comediante de segunda por un oligarca, un abogado gánster, un azucarero o un ajedrecista, la cuestión seguiría igual. Esta raquítica democracia no ofrece salida.
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