La imagen me sacudió de nuevo, al escuchar la noticia de un niño sicario asesinando a un taxista hace apenas unos días. “Niños sicarios”: el término no me es del todo familiar. Tampoco me satisface para entender qué es lo que está pasando con ellos y con nosotros –como sociedad. La jerga policial domina los análisis sobre estos actores y estas situaciones concretas, sin una mirada histórica procesual.
“Don´t be born”; “No nazcan”: el horror de la negación de la vida en la boca de alguien que comienza a vivir. A finales de los años ochenta, Deborah Levenson ya había dado la voz de alarma en Guatemala sobre los cinturones de niños y jóvenes que se formaban en el seno de una sociedad deteriorada y traumatizada por una guerra que no pretendía asumir –aunque la estuviera consumiendo por dentro. ¿Cómo se capitalizaba ese resorte de indignación hacia el cambio social? Me parece que ésa era la pregunta analítica de Deborah en ese entonces; pregunta que cayó, desafortunadamente, en saco roto.
Esta semana, el presidente Otto Pérez Molina anunció un ¿nuevo? plan contra la violencia, focalizando las estrategias hacia la reducción de muertes violentas. Aparentemente se trata de estrategias de reforzamiento de las unidades de control policíaco –utilizando el ya conocido método de contención.
Hasta que no se hable claro sobre cómo este sistema persiste y vive por la violencia, estaremos condenados a reproducir y legitimar las prácticas de remilitarización. La violencia no es unidimensional tampoco: por ahí debería empezar el debate. No es una, sino varias y tienen historia. Como insiste la investigadora Matilde González Izás, no es sino identificando las lógicas y las espacialidades de las violencias que se podrá comprender a fondo esta problemática. Y para ello, nos reitera Matilde, también es necesario contemplar las formas de respuesta social que se están ensayando frente a ésta.
En el corazón de la problemática se encuentran los niños y los jóvenes, como ángeles de la muerte –producto de la destrucción. No hay nada peor que aplastarles continuamente la esperanza. En lugar de entender las lógicas de este sistema para producir una política multifacética coherente, se les arma por un lado y por el otro, se les reprime y se les criminaliza.
El año pasado, una joven que recién cumplía los 18 años, víctima de abuso sexual sistemático durante un período prolongado, abandonó a su hijo recién nacido fruto de la violación. Lo da por muerto y como se conocería más tarde por los análisis forenses, no lo estaba. En el proceso de infanticidio, el Fiscal a cargo de la investigación solicitó acusación por la vía de procedimiento abreviado, en el cual la joven reconoció la comisión del hecho quedando sujeta a una pena mínima. Mientras tanto, la orden de captura en contra del agresor por violación, sigue sin ejecutarse. Una amiga especialista en la materia, reconoce que con ello se perdió la oportunidad de “darle la vuelta” al caso y presentarlo desde una dimensión más profunda y compleja. La existencia del delito no es cuestionable: un infante murió. Sin embargo, como insiste mi amiga abogada, habría que preguntarse con todo lo que ello implica ética y jurídicamente, si esta joven es responsable. La condena de infanticidio pesará sobre sus hombros toda la vida. Deberíamos mirar más allá para darnos cuenta que se está ante un caso de completa violación a los derechos más elementales de esta joven (derecho a una vida libre de violencia, a la integridad personal, a la libertad y seguridad personal, derecho al acceso a la justicia, derecho al más alto nivel de salud física y mental, incluido el derecho de acceso a la salud, y salud reproductiva, etc.) El mismo sistema no deja opciones: es completamente discriminatorio. Hagámoslo literal: Julia[i] no tiene opciones –ni antes, ni ahora.
En el 2010, mientras realizaba una investigación cualitativa sobre un programa con jóvenes en Durango y Ciudad Juárez en México, me topé con respuestas sociales inesperadas en espacios cooptados por la violencia. Carlos Cruz, un antiguo líder pandillero que había migrado de pequeño desde Chiapas hasta el Distrito Federal, acompañaba los procesos de organización en Ciudad Juárez. Con Carlos aprendí cómo en una región marginal del D.F., ellos habían canalizado la indignación profunda hacia el control local, negociando como una fuerza política y extendiendo ahora su influencia hacia pequeños –pero significativos– cambios en el sistema social y judicial.
Con la intención de visitar una escuela, atravesamos con el equipo de investigación una zona desértica para llegar hasta el lugar donde nos íbamos a reunir con los informantes en las afueras de Torreón. Salí del encuentro con una sensación pastosa en la boca: hacía frío y el ambiente estaba tan seco que nuestra piel se agrietaba por la falta de humedad. Pero no era eso. Cuando nos subimos de nuevo al auto y dejamos atrás ese camino desolado, sin vegetación, prácticamente sin señales de vida, miré por el retrovisor y entendí. Era el polvo desértico de la soledad. Eso es lo que vi: niños y niñas que hemos abandonado y arrinconado en una profunda soledad. Insertos en un orden que provoca la muerte, ellos y ellas están en el ojo del tornado de la violencia. Probablemente esto sea un abuso de la metáfora porque en esta región, a menos que invirtamos la vía exclusivamente represiva de las acciones en torno al fenómeno de la violencia, no hay metáfora posible.
[i] Julia es un nombre ficticio a petición expresa de mi amiga
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