En contraste, el dalái lama renuncia a ser el líder político de los tibetanos en el exilio y se limita al papel de guía espiritual. En España, donde aún pesa demasiado la tradición de una monarquía católica, se ha discutido apasionadamente en los medios y en las redes sociales, y hasta en las calles, la importancia de respetar el Estado aconfesional plasmado en su Constitución, debido a los gastos sufragados por el erario con motivo de la reciente visita del papa (que también es un jefe de Estado) en tiempos de semejante crisis económica. ¿Somos un caso singular?
En realidad, esto no debería extrañarnos. Ocurre también en otros países con tradición democrática mucho más antigua e instituciones plenamente consolidadas, como los Estados Unidos, donde la derecha ultraconservadora recurre constantemente a la simbología religiosa cristiana para justificar como guerras santas intervenciones militares de dicha potencia en otros países y así cumplir con un supuesto destino manifiesto. También se da en países pequeños e inofensivos como Costa Rica, donde el Estado sigue siendo confesional y, por lo tanto, la jerarquía de la Iglesia católica no solo obtiene financiamiento público, sino que también se permite censurar materiales educativos, especialmente aquellos sobre temática sexual y salud reproductiva que no se apegan a su retrógrada enseñanza, según la cual el sexo es exclusivamente para la reproducción y, consecuentemente, tener relaciones sexuales fuera del matrimonio y por placer es un pecado[1].
No sorprende, entonces, que durante la campaña electoral en Guatemala muchos candidatos se presenten como devotos cachurecos o conversos arrepentidos de su pasado. Ante la falta de un debate serio sobre los problemas del país, los asesores de publicidad e imagen tratan de activar los instintos más primitivos del ser humano a favor de los políticos. Lo hacen, por ejemplo, con el miedo, sobredimensionando el grave problema de la violencia e inseguridad (ver POST). También lo intentan con el sentimiento religioso.
Según algunos estudiosos de la evolución cultural del Homo sapiens, el sentimiento religioso podría haberse originado hace unos 100 000 a 140 000 años, aunque la evidencia arqueológica disponible nos indica que seguramente ya existía hace unos 50 000 a 70 000 años[2]. Esto significa que en los 200 000 años de existencia de nuestra especie hemos creído en la comunicación con los ancestros y en la existencia de deidades más de un cincuenta por ciento del tiempo, lo que ha dado origen a cientos de mitos y ritos esparcidos por todas las culturas vivas y ya extintas en la Tierra. Ello ha moldeado nuestros cerebros de tal manera que venimos preprogramados para creer. La explicación de la psicología evolutiva es que se seleccionó dicha característica porque de alguna forma ayudó a nuestros ancestros a sobrevivir.
Lo que se especula es que, en las pequeñas bandas nómadas de cazadores y recolectores, los primeros rituales colectivos consistían en bailes extenuantes que generaban un fuerte sentido de identidad y pertenencia comunitaria, que contribuía a resolver los problemas de acción colectiva para facilitar la cooperación entre los miembros del grupo y así fortalecer también la competencia con otros grupos. La función, entonces, de lo primitivamente religioso era puramente política: el bien común depende de una sólida cohesión que defina al nosotros y lo distinga en contraposición al otro, algo crucial para la supervivencia en contextos de extrema escasez de recursos.
En esos bailes rítmicos, algunos miembros del grupo entraban en trance y creían poder comunicarse con los ancestros, lo que dio origen a la idea de un inframundo y a la creencia en canales privilegiados de comunicación con la trascendencia. Estos primeros chamanes se convertirían después en los sacerdotes, que jugarían un importante papel en la organización de las sociedades sedentarias que emergieron hace unos 12 000 años.
Cuando nuestros antepasados domesticaron plantas y animales, la división del trabajo se complejizó y la jerarquización de la sociedad se impuso como una necesidad. En la cúspide de la pirámide, por ejemplo, los gobernantes y los sacerdotes coordinaban esfuerzos masivos de siembras y cosechas, mecanismos de riego y construcciones para almacenar los granos. Estas economías de comando y control estaban basadas en un sistema político teocrático. Es decir que las autoridades de los Estados primitivos adquirían su legitimidad de la religión, que no era otra cosa que la monopolización de ciertos conocimientos astronómicos cruciales para la agricultura a gran escala. Solo cierta élite tenía acceso al conocimiento y, por lo tanto, al poder. Un ejemplo interesante y más cercano a nosotros, tanto espacial como temporalmente, es el caso de mis ancestros maya-itzaes:
«La figura principal en el Petén era Canek, que fungía como primus inter pares. Junto a él gobernaba Ah Kin Canek, el principal sacerdote, que además de sus funciones religiosas parece haber tenido un importante papel político. […] Estos dos personajes representan la cúspide del poder. Debajo de ellos se encontraban cuatro reyes y otros cuatro principales […]»[3].
Si los 200 000 años de nuestra especie se representaran en un período de 12 meses, podríamos decir que el sentimiento religioso surgió hace seis meses, el monoteísmo apareció tan solo hace unos seis días y el experimento democrático en Atenas fue hace menos de cinco días. En Guatemala retomamos la democracia apenas hace una hora. Por eso los políticos, en lugar de exponernos sus propuestas programáticas, prefieren predicarnos, hablarnos en un lenguaje que entendemos con facilidad, sin necesidad de pensar. Un lenguaje que, además, por muchas generaciones nos ha enseñado a no cuestionar.
[1] «La religión católica, apostólica, romana es la del Estado, el cual contribuye a su mantenimiento, sin impedir el libre ejercicio en la República de otros cultos que no se opongan a la moral universal ni a las buenas costumbres» (Constitución de Costa Rica, artículo 75, título VI, capítulo único sobre la religión). Según el Catecismo de la Iglesia católica, «la unión carnal solo es moralmente legítima cuando se ha instaurado una comunidad de vida definitiva entre el hombre y la mujer» (2391) y, «por su naturaleza misma, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a la educación de la prole y con ellas son coronados como su culminación» (1652).
[2] Michael McGuire & Lionel Tiger (2010). «Brain Science, God Science. Why Religion Endures». Skeptical Inquirer, Vol. 34, No. 3, mayo-junio, pp. 35-38.
[3] Laura Caso Barrera (2005). «Vida cotidiana de los itzaes antes de la conquista hispana de 1697». Colonial LatinAmerican Review, Vol. 14, No. 1, pp. 3-25.
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