Obtuvo el título de Médico y Cirujano en la Universidad de San Carlos de Guatemala, en 1953. Su tesis fue galardonada con el Premio Flores. Posteriormente realizó estudios de especialización en cirugía de tórax en hospitales de Suecia y Dinamarca, todos vinculados al Instituto Karolinska. Al volver a Guatemala se dedicó a la docencia y a la práctica quirúrgica en el Hospital Roosevelt.
Igual que a otros maestros, lo conocí el día del terremoto del ‘76. Destacaba por su calma durante los remesones. El día viernes 7 del febrero aquel, durante la réplica más fuerte, estaba yo como segundo ayudante en una craneotomía que realizaba un neurocirujano. Por lo fuerte del sismo creímos que la sala y el piso completo colapsarían. El neurocirujano se inclinó sobre el paciente para proteger la herida operatoria y el doctor Gallardo —quien en ese momento supervisaba las salas de operaciones— se acercó a los ayudantes y nos cubrió con sus brazos. Nos sentimos protegidos.
Horas más tarde, llegó al hospital un sacerdote de la Orden de los Redentoristas. Era una persona anciana que hacía las veces de Capellán. Se llamaba Cristóbal. Yo le pedí su bendición y todos mis compañeros hicieron círculo alrededor mío. El P. Cristóbal indicó que —dada la gravedad de la situación— nos daría la absolución. El doctor Gallardo se acercó a nosotros, se puso detrás, nos volvió a cubrir con sus brazos y dijo con una sonrisa que lindaba entre lo irónico y lo bondadoso: “Yo también alcanzo…” Él no era creyente. Luego del angustiado “¡Amén!” de sus alumnos, nuestro maestro se enfrascó con el P. Cristóbal en una respetuosa discusión acerca de la existencia de Dios y la vida eterna. No llegaron a conclusión alguna excepto nosotros, los practicantes. Aprendimos que sí se puede argumentar desde distintos enfoques sin recurrir a faltas de respeto. Nos compartió meses después que siguió de amigo del P. Cristóbal.
En 1978 dejé el hospital para cumplir con mi Ejercicio Profesional Supervisado y a los pocos días supe que, junto al doctor Alberto Fuentes Mohr, se había posicionado como diputado en el Congreso de la República. Su grupo constituía la primera bancada socialista de Guatemala. Ello le valió el exilio. Algunos meses más tarde —no recuerdo la fecha exacta— nos encontramos en el vestidor de la sala de operaciones del Hospital Roosevelt y me dijo: “Me voy, vienen por mí”. Cerró su locker y me dio la llave. No sé si fue en ese momento cuando se exilió. Yo conservé la llave y durante una noche de turno me atreví a abrir el locker. Encontré sus zapatos —legítimos suecos— con los que entraba a sala de operaciones sustituyendo así las botas de tela que cubren al zapato de uso diario. El día siguiente entregué la llave en la Jefatura del Departamento de Cirugía y con autorización del maestro Eduardo Lizarralde conservé los zapatos.
Ocho años después, durante un encuentro inesperado y casual, le conté que yo tenía sus zapatos. Cuando nos vimos solo le pude decir: “Los zapatos me los quedé yo”, y me autorizó usarlos. A cambio, me pidió nunca tratar de menos a un paciente de escasos recursos económicos. Le conté entonces que, siguiendo los consejos del doctor Rodolfo Solís Hegel y del doctor Eduardo Lizarralde, me había radicado en Cobán, e hice de su conocimiento que la mayoría de pacientes por mí tratados no eran precisamente acaudalados. Asintió con un gesto.
El año 2002 publicó La utopía de la rosa, libro donde dio a conocer su devenir revolucionario y al año siguiente, durante una actividad académica en Cobán, me lo regaló autografiado. Dos meses después la Asociación de Cirujanos de Guatemala le otorgó El Bisturí de Oro como un homenaje a su labor profesional. Cumplía entonces 50 años de ejercicio quirúrgico.
Llegó de nuevo a Cobán en noviembre de 2009. Recién había publicado Epidemias (El cólera, la negligencia y la ignorancia). No obstante sus 87 años me reconoció de inmediato. Me miró fijamente y dijo: “Usted es quien se quedó con mis zapatos”. Cuando nos despedimos tuve la sensación de que no lo volvería a ver. Don Carlos Gallardo Flores ha de haber sentido la misma pena porque, cuando cada quien había caminado unos veinte metros, volteamos la cabeza para vernos y desandamos lo caminado para fusionarnos en un abrazo. Algo había en él que me recordaba la figura paterna.
Se fue en un aniversario del Terremoto de San Gilberto, día en que se hizo del respeto de sus alumnos (Promoción del Terremoto como nos hacemos llamar), de la amistad de un cura y de una absolución no pedida.
Descanse en paz nuestro maestro: El científico, académico, humanista y gran luchador por un mundo más justo y más humano.
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