Incitado sobre todo por el Cacif, que busca restringir ese derecho, ello fue respondido principalmente por profesionales del derecho y por defensores de derechos humanos, que se han visto en la necesidad de reaccionar —literalmente— ante la pretendida contrarreforma.
En sí, tal asunto constituiría un tema aparte, mas pensamos que ese giro inducido en la discusión también habría podido tener como objeto desviar la atención del hecho de que las protestas convocadas por la alcaldía de los 48 cantones tenía entre sus razones la modificación de la Constitución (entre otros —ello está muy bien expuesto en el artículo Totonicapán: todos los ausentes, de Oswaldo J. Hernández, publicado en Plaza Pública el 9 de octubre pasado—). Muy específicamente porque en ello se profundizaría el desconocimiento del Estado de sus tradicionales formas propias de gobierno (derecho que es reconocido por la ONU más allá del lado a lado que actualmente estas han sido sometidas a desempeñar frente a alcaldías municipales y al sistema partidario).
Podemos pensar que, si bien a diferentes niveles de coherencia y fuerza, los cierres de carreteras se corresponden con una forma de lucha de masas de pobres, hambrientos y marginados de la democracia formal. En tanto que la defensa y la eventual expansión del ejercicio del derecho al autogobierno indígena autonomista, a que propende también la redefinición de la geografía política por el ansia global de controlar recursos naturales, así como las respuestas comunitarias consultivas emprendidas por sus pueblos, es formalmente, y en principio, un tipo de lucha distinta a la anterior. Esta no requeriría sino más bien consensos internos y acciones de hecho, en lo local de sus territorialidades, en apego a lo que internacionalmente se les reconoce como pueblos indígenas en cuanto a sus sistemas propios de autoridad comunitaria.
De ahí que, si bien era comprensible y justificado en un país como el nuestro, de perspectivas a corto y mediano plazo tan inciertas y esperanzadoras para sus mayorías, habría sido necesario sostener la garantía de ese tipo de protestas (con las correspondientes quemas de llantas en la memoria colectiva) sin que constituyan lo más avanzado previsible en materia de cambio político para más democracia en contextos de alta diferenciación étnica como nuestro país, y debería reflejarse en el tipo de conformación de su Estado.
Con todo, la disyuntiva en cuanto a los caminos de los marginados del sistema político está planteada en el desenvolvimiento político del país, y no solo en términos de análisis. Por razones que exceden este espacio, la lucha de las masas, cada vez más espontánea, expresa en formas variadas un notable hastío a las imposiciones. Particularmente a las extractivistas en territorios indígenas del Estado guatemalteco. Hemos conocido casos lamentables de enfrentamientos, como los de Barillas y otros, que hay que considerar.
Así seguidos los acontecimientos, conocemos en Plaza Pública el artículo de Luisa Reynolds Ciudades modelo en Honduras… (I), publicado el 18 de octubre, que refiere: «Las free-cities en Guatemala, que promueven investigadores en la UFM, a diferencia de las charter cities», que el gobierno emanado del golpe en Honduras avanza más sin ambages, «no cederían territorio para que lo administre otro Estado sino a consorcios empresariales, que crean sus propias autoridades con sus propias reglas».
Pertinentemente motiva dos reflexiones en nuestro tema. La primera, en el sentido de llamarnos a observar cómo queda con ello el pretendido derecho a la libre locomoción. Se perfila la definición prolongada de extraterritorialidades al extremo de no solo restringirla a toda ciudadanía, sino concediéndolos, tendencialmente, en favor de otros Estados. Las free-cities y charter cities formulan claramente cómo los poderes económicos entienden el tipo de libre locomoción que pregonan. Tales enclaves en el territorio del Estado constituirán territorialidades enteras obviamente sustraídas del derecho a la libre circulación y demandarán salvoconductos ampliamente restrictivos.
La segunda observación, además de la locomoción ciudadana y sus concesiones geográficas (autonómico-territoriales de ese tipo), derivada de semejante pretensión entreguista, es que las oligarquías y los poderes estatales actuales desconocen territorio autonómico y formas propias de autoridad de los pueblos indígenas. Pero sí se los dan, en claro contraste, al imperio y a sus empresas globales. Así lo formula con claridad Reynolds: «Consorcios empresariales que crean sus propias autoridades con sus propias reglas».
El colonialismo global e interno tiende, pues, a profundizarse. Y es un reto adicional a la vivencia de la pobreza y a la discriminación el comprender, además, la necesidad de vías alternas a fin de no caer en las trampas del choque, de vías posibles y reales de cambio. Caminos para no solo reaccionar, garantizar lo poco o no retroceder aún más en derechos, sino avanzar hacia el tipo de democracia plural que requiere un país étnicamente diverso como Guatemala. Porque, a la luz de lo examinado aquí, en ello se juega asimismo la soberanía del Estado guatemalteco.
Iván Castillo Méndez es antropólogo social de la Universidad Autónoma Metropolitana en Iztapalapa (UAM-I, México D. F.), maestro en Etnología por la Universidad de París VIII y autor, entre otras obras, de Descolonización territorial, del sujeto y la gobernabilidad. Examen crítico del discurso de la inclusión (individual) del indígena al sistema de partidos políticos, URL: Guatemala, 2008. Actualmente es profesor de posgrado en Flacso, Guatemala.
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