Entre los años setenta y ochenta, comienza en América Latina una preocupación por el estudio de estos fenómenos con el proceso de las migraciones del campo a las ciudades. En aquellos años se comenzaban a vivir los efectos de la crisis del petróleo y de las políticas de ajuste estructural –en el marco del Consenso de Washington– (la pobreza, la desigualdad en la distribución del ingreso, el mercado de trabajo, etc.). Para el caso de Guatemala, podemos agregar hechos como la guerra interna y el terremoto del ‘76.
La marginalidad y la exclusión social son conceptos, pero sobre todo realidades que sufren miles de personas desde hace varias décadas sin que veamos muchas esperanzas de que ello vaya disminuyendo. Estos fenómenos fueron, pues, estudiados desde dos teorías contrapuestas y que, de cierta manera, reflejan la forma como varios sectores de la sociedad e instituciones entienden y abordan la problemática en la actualidad.
Por un lado, está la idea de marginalidad social o cultural que deviene de la teoría de la modernización o desarrollista y la otra, la marginalidad económica, proveniente de la teoría marxista de la dependencia.
De acuerdo a la primera corriente, la marginalidad es visible en sociedades “subdesarrolladas” donde aún no se ha expandido la “modernidad” o “civilización” a todos los lugares, que son las periferias o áreas marginales. Su referente son los individuos, quienes son catalogados como marginales por estar fuera de la cultura, la economía y la política, y se identifican por su falta de valores, actitudes y conductas.
La corriente que se contrapuso que habla de marginalidad económica tiene como referente, ya no a los individuos, sino a las relaciones sociales de producción. Desde este punto de vista, las personas no son marginales en sí mismas, sino que esa condición está dada por estar en una actividad económica marginal a la acumulación de capital. La marginalidad es, pues, resultado del modelo de acumulación y la gran cantidad de personas que quedan fuera de este sistema.
Aunque la teoría de la modernización tuvo su auge hace más de 50 años, es terrible que éste sea el paradigma que priva en nuestro país que, además, hay que sumarle un fuerte arraigo de racismo y clasismo. Todo esto soporta muchas ideas simplistas, prejuicios y estigmatizaciones hacia los empobrecidos (“Porque es pobre es violento”). Esos “sujetos marginales” llegan a ser considerados como “salvajes”, con quienes hay que hacer esfuerzos monstruosos para cambiar sus mentalidades y comportamientos a nivel individual, familiar y comunitario.
Los discursos del “sentido común” que son alimentados por las instituciones y los medios de comunicación, se van por el camino más fácil. Es fácil decir que los pobres son pobres porque quieren o porque son haraganes; señalar a las familias desintegradas, los vicios, la pérdida de valores y principios y echarles la culpa a los padres de familia. En estos contextos afloran las ideas de la existencia de una “cultura de pobreza” y “cultura de violencia”, pues se entiende que esos males están “incrustados” en estos sectores.
Por supuesto que es mucho más fácil culpar a los individuos que denunciar al sistema económico excluyente –del que muchos nos beneficiamos–, o que el Estado asuma su responsabilidad en la perpetuación y profundización de la pobreza y marginación, o señalar a los grupos que lo han tenido secuestrado o, más bien, que lo crearon como un instrumento a su servicio y se benefician del caos de la desigualdad.
Mientras prive este paradigma, no habrá políticas públicas suficientes que hagan desaparecer la pobreza, pero sobre todo, las grandes desigualdades; no habrá programas de prevención de la violencia suficientes ni buenas intenciones que valgan la pena.
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