Este momento nos impregna a todos de desesperanza, pero es dentro de este mar de carencias que hay que atreverse a actuar como parte de la solución y mantener vigente el afán de construir.
Es por ello que —con el absoluto convencimiento del valor estratégico que tiene la gestión ambiental como parte de la fórmula para darle viabilidad a la nación y pese a la tormenta de eventos que socaban nuestros ánimos— seguimos proponiendo no solo ideas, sino también mecanismos para concretarlas. Queremos pensar que los asuntos ambientales, profundos por su naturaleza y por la complejidad de nuestros problemas de agotamiento, degradación y contaminación, deben tomar el espacio de los temas coyunturales, que implican, casi todos, un desperdicio de talento y de recursos públicos —y privados—, ya de por sí escasos.
Como hemos planteado en ocasiones anteriores, en materia ambiental, los guatemaltecos debemos operar en un escenario donde confluyen dos realidades sinérgicas entre sí. La primera se refiere al producto de nuestras relaciones históricas con la naturaleza. Es decir, a una realidad que se caracteriza por la persistencia de graves problemas ambientales, muchos de los cuales ya afectan drásticamente nuestra vida cotidiana.
La segunda se refiere a las amenazas inducidas por el cambio climático, una de cuyas grandes expresiones será el cambio en nuestro entorno natural. Cambio que, por su envergadura, anticipa drásticas variaciones de la oferta natural que hasta hoy hemos tenido y hemos administrado mal y que obligan a pensar en la forma a través de la cual la sociedad va a enfrentar escenarios de mayores demandas sociales con bienes y servicios naturales más escasos o, en el mejor de los casos, con territorios y condiciones climáticas más hostiles. El cambio climático tendrá, en síntesis, efectos negativos aditivos a los que ya percibimos como consecuencia de marcadas deficiencias en la gestión ambiental, en particular, y en la administración del país, en general.
En un contexto como éste, es importante hacer énfasis en las necesidad de asumir, desde ahora, una nueva forma de pensar respecto de nuestra realidad ambiental local, la confluencia de ésta con el cambio climático global y las implicaciones que ambas realidades tendrán —tienen de alguna forma— en la vida cotidiana de todos los guatemaltecos.
Dotar al Estado de un sistema funcional de instituciones es un punto de partida obligado, pero el diseño y la implementación de políticas e instrumentos específicos de carácter legal, económico —tales como los impuestos, las tarifas y las compensaciones, entre otros— o de sensibilización, es la forma concreta de impulsar soluciones ambientales, ojalá territorialmente diferenciadas.
Sin embargo, la conceptualización, el diseño y, sobre todo, la puesta en marcha de soluciones ambientales es parte de un proceso que requiere de muchos años, muchos más, para ver sus beneficios. Incluso, en países con una alta sofisticación institucional y una alta tradición en el diseño e implementación de soluciones ambientales. Por ejemplo, en el Estado de California un instrumento económico de compensaciones para incentivar-desincentivar el urbanismo, en el contexto de una política pública de ordenamiento territorial, llevó 10 años desde que se concibió. Se trabajó el respaldo social, se aprobó la ley, se organizó la implementación y se puso en marcha. Similar en el proceso, y con ocho años de trabajo, ha sido el instrumento de mercadeo de derechos de uso del agua en el Estado de Oregon.
La gestión ambiental en el país es tan rudimentaria que ni siquiera los aspectos básicos de gestión de agua, aire, bosques, desechos sólidos y tierras hemos logrado. Ahora, en un contexto tan crítico como el esbozado arriba, nuestra habilidad debe ser mayor, pero sobre todo, se precisa de una excepcional disponibilidad política para el cambio. Desde mi punto de vista, hay, al menos, seis líneas de trabajo que son impostergables: (i) una política de gestión integral del agua y una política hidráulica. La segunda, subordinada a la primera, encaminada a almacenar y conducir agua, lo cual está íntimamente ligado al desarrollo de obras físicas. La segunda y con un enfoque más integral, se refiere al conjunto de acciones de la administración pública, a distintos niveles (nacional, regional, municipal, cuenca) y en distintos ámbitos (usos, conservación, almacenamiento, conducción, tratamiento, entre otros), que orientan el desarrollo, asignación, preservación y gestión de los recursos hídricos para el mayor alcance social; (ii) una revitalización de la política forestal para evitar, en definitiva, la enorme e injustificada deforestación que tiene efectos en cadena en todos los componentes de los ecosistemas; (iii) un política de gestión integral de las tierras que, entre otros aspectos, fomente el propósito de asegurar la dotación de alimentos para la población; (iv) una política de gestión del riesgo a desastres; (v) una política de seguridad energética y (vi) una política nacional de ordenamiento territorial.
Esta última debe conducir la adaptación a las nuevas condiciones ambientales a partir de unidades territoriales diferenciadas. Estas unidades deben ser el escenario para la aplicación de las políticas públicas anteriormente mencionadas. A partir de las demandas sociales y los escenarios derivados del crecimiento poblacional, deberán hacerse los respectivos balances con la oferta hídrica, oferta energética y de espacio productivo para la producción de alimentos de cada territorio. Asimismo, será el territorio la base para la gestión del riesgo a desastres (derrumbes e inundaciones, por ejemplo) y a eventos extremos como las sequías y las heladas.
Para cada una de estas líneas de trabajo algo se hace, pero es totalmente insuficiente. Revitalizar en algunos casos y conceptualizar nuevos instrumentos en otros, es lo que procede. Empezando ahora, agotando etapas de conceptualización, diseño y puesta en marcha en los próximos ocho años, nos permitirá ver sus efectos en los próximos 15 años. No hay otro camino. Sin embargo, es éste o la ruina.
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