Bastó que las encuestas de opinión mostraran el desplome de la popularidad de Pérez Molina y las palabras de dos asesores de imagen para que el Presidente entrara en pánico. En respuesta, instruyó medidas populistas orientadas para chapucear su maltrecha imagen.
Lo ordenado por el Presidente fue dar marcha atrás a un componente de su propia reforma tributaria y proponer una amnistía fiscal. Es natural y comprensible lo impopular y desagradable que resulta pagar impuestos, pero este desagrado se ve neutralizado o más que compensado si con estos impuestos se logran beneficios sociales importantes, respaldados por una gestión gubernamental efectiva, eficiente, pero sobre todo, transparente y proba.
Se ha argumentado sólidamente que el impuesto sobre circulación de vehículos tiene el inmenso potencial de constituir un mecanismo justo y solidario mediante el cual, los que tenemos el privilegio de conducirnos en automóvil particular tributemos para financiar la solución para la tragedia del transporte público de pasajeros. Así, viendo la política fiscal desde una perspectiva integral, el impuesto sería el mecanismo que apoyaría financieramente la solución a un problema que requiere esfuerzos, además del financiero, administrativos, legales y políticos: enfrentar la mafia del transporte público.
Pero la acción populista del Presidente, si bien logra el beneplácito de la minoría que son los automovilistas particulares y de las personas que actúan con ventaja injusta al no pagar o pagar tarde sus impuestos, deja sin la posibilidad financiera de avanzar en la solución de problemas que afectan a la mayoría. Porque, ojo, no olvidemos que, por ejemplo, es la gran mayoría la que no tiene carro propio, y que se ve obligada a caminar a pie o arriesgarse a usar el transporte público.
Por favor, tengamos claro que el Presidente tenía dos opciones: 1) enfrentar con valentía y decisión (¿mano dura?), las enormes dificultades que significa componer y transparentar el transporte público (es decir, el camino difícil para ganarse el favor del electorado); o, 2) eludir los problemas, y congraciarse con las minorías que quizá sus asesores de imagen identifican como sus votantes (la vía fácil).
Seguir la opción 1 hubiese evidenciado un gobierno serio, preocupado de verdad por todas y todos los guatemaltecos, y asumir la enorme dificultad de intervenir el transporte público y romper un círculo vicioso de mafia, violencia criminal y corrupción.
¿Qué evidencia que el Presidente haya seguido la opción 2? Evidencia la desproporcionada importancia que para el Presidente y su gobierno tienen las encuestas de opinión y los índices de popularidad. Levantar la bandera y seguir el ideal de la responsabilidad ciudadana, la calidad de los servicios públicos y la probidad y transparencia de la gestión pública, puede ser realmente impopular.
Y por otro, lo poco que vale e importa el respeto a la gran mayoría. Una minoría (alrededor de 1 de cada 14 guatemaltecos), se siente feliz y contenta porque se le ha rebajado un impuesto. ¿A qué costo? El costo de esta decisión presidencial es que la gran mayoría continuará sufriendo vejámenes, que todos seguiremos indignados por la corrupción y temerosos por la violencia y la criminalidad.
Porque hay una pregunta crítica y central a la que no estamos respondiendo: ¿cuántos y quiénes se benefician de la rebaja de impuestos, la amnistía fiscal y la continuidad de la ineficacia y la corrupción en los servicios públicos? O, ¿cuántos y quiénes continúan sin soluciones a sus problemas cotidianos?
El ejercicio honesto, maduro y consciente de responder estas preguntas es el costo de la “popularidad” del Presidente.
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