Resulta que un reportero de un noticiero local, sin tomarse la mínima molestia de corroborar sus fuentes, acusó en su segmento noticioso a la alcaldesa de Minneapolis de posar junto a un supuesto pandillero afro-estadounidense, utilizando los signos de las pandillas. Testigos inmediatamente rectificaron que no se trataba de publicitar ni apoyar códigos pandilleros, sino que ambos estaban apuntando hacia dónde debían dirigirse para tomarse una foto con el fin de motivar la participación en las elecciones pasadas. La indignación ciudadana no se hizo esperar y en cuestión de horas, el affaire tenía un hashtag que empezó a expandirse viralmente bajo el ingenioso nombre de #pointergate. Incluso el famoso cómico Jon Stewart del Today Show parodió la prejuiciosa acusación con su habitual tino.
Para cuando en Guate resonó el “Banúsgate”, aquí los indignados televidentes empezamos a pedir explicaciones y disculpas por parte del medio noticioso. Otros pidieron que empresas retiraran la pauta comercial. Como era de esperarse, el noticiero no cedió sino adujo que las fuentes policiacas eran las únicas que importaban para refrendar los hechos. En una entrevista radial, la alcaldesa opinó que la cobertura del medio había sido racista y el dueño del medio no solo descalificó el argumento de la lideresa municipal sino que argumentó que los responsables de dicha “malinterpretación” eran los televidentes mismos.
Con similares argumentos respondió el diario La Hora respecto al Banúsgate: que a los lectores no debiera sorprender ese tipo de opinión; que no había que ser hipócritas pues los guatemaltecos eran prejuiciosos y racistas. Si bien el medio y su director condenaron al columnista, el medio no se disculpó ni propuso ninguna acción específica para prevenir que su equipo editorial vuelva a admitir ese tipo de propósitos racistas que inducen al odio.
Dos respuestas similares en distintos puntos del planeta nos interpelan con respecto al poder, la influencia de los medios, y su tendencia a cerrar filas bajo el argumento de la libre expresión del pensamiento, aun cuando la integridad de sus ciudadanos se ve mancillada sin evidencia fehaciente. Ni Estados Unidos ni Guatemala tienen una legislación similar a la alemana que limite, disuada, prohíba y sancione los discursos racistas, a pesar de la infame historia de violencia en ambos países.
¿Qué hacer? Algunos (no indígenas) han opinado que, basado en su propia experiencia, los sensatos y regenerados racistas debieran abrazar a otros y entablar diálogos constructivos puesto que este tipo de actos deriva de la ignorancia. Pero eso está como sensibilizar a alguien que sistemáticamente comete violencia doméstica. La introspección y cuestionamiento de nuestros prejuicios heredados de un sistema colonial también afloran como remedios transitorios. A mí estas ideas me parecen interesantes pero las veo limitadas, a menos que fuera una campaña educativa permanente y abarcadora que cambie el etos nacional, con gran participación del Estado. De nuevo, es otra de las grandes tareas pendientes. Pero lo anterior tiene que estar amparado con protecciones legales, como la planteada por los profesionales indígenas en el mismo medio desde donde se originó el incendiario artículo.
Lo feo de los medios es que nos retratan muchas veces cual tales. No hay de otra. Y en el caso del racismo (y otros ismos, escoja usted estimado lector), expurgan una pus hedionda por la que sus víctimas incluso son acorraladas y casi obligadas a excusarse por ser agraviadas. Pero los medios también deben cumplir otras funciones y en una sociedad que recién acaba de salir de uno de los episodios más barbáricos de la historia humana, no perder de vista su contribución más civilizadora. No se pide un coto a la libertad de la gente, pero sí que guarde sus diatribas racistas, xenófobas, clasistas, homofóbicas y sexistas en su cuarto, con los cuates. Toca a las instituciones limitarlas públicamente en pro del bien común, que al final también es el mío y el suyo.
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