Cuando se habla de una democracia capturada, se alude al hecho de que las reglas constituyentes del juego democrático permiten que solo grupos con capacidad de movilizar cierto tipo de recursos materiales sean los únicos que tengan posibilidades reales de acceso al poder político. No hay ninguna restricción formal o legal que impida que otros participen. Las restricciones tienen que ver con el cómo se juega a la democracia.
La probabilidad de éxito es sumamente baja si no se posee la capacidad para jugar con estas reglas de facto: es enfrentar a un rival que tiene las cartas marcadas. Y aceptar jugar dentro de estas reglas es percibido por algunos como legitimar un juego fraudulento en el que se sabe de antemano que se va perder. La clave para transformar dicho juego está, a mi entender, en modificar la constitución misma del mercado de votantes. Este posee ciertas características que alimentan lógicas perversas que deberían ser tenidas en cuenta por cualquier proceso de reforma a la Ley electoral y de Partidos Políticos que devenga en elecciones no solamente libres, sino también competitivas, pues, sin esta última condición, la característica de libre quedaría en entredicho.
Los tipos ideales de votantes que coexisten son el resultado de diversas dinámicas sociales y trayectorias históricas y políticas que merecen un análisis aparte, pero puede decirse que la constitución del mercado de votantes, más allá del claro perfil conservador que lo caracteriza, vuelca todos sus recursos materiales hacia el objetivo de capturar ciertos perfiles definidos de electores, a los que se puede acceder gracias a las motivaciones que los hace adherirse a una opción política determinada.
El primero es el del llamado voto clientelar, vilipendiado por la clase media y a quien se le atribuyen características como ignorancia e irreflexibilidad a la hora de escoger su adhesión política. A este se le suele endilgar toda la responsabilidad de la degradación del sistema, pues se adhiere a una opción partidaria por la expectativa de recibir una dádiva o por la amenaza de ya no tenerla.
Las personas que viven bajo la incertidumbre de la promesa que se cumple a cuentagotas (hoy un chorro, unas láminas mañana, quizá un camino) están en realidad frente a un dilema de elección racional sobre quién es el que mejor asegura la provisión de estos bienes escasos y valiosos. La incertidumbre obliga a mitigar el riesgo a través de la selección del patrón idóneo con el cual sostener relaciones clientelares. El que persuada de manera creíble que está en capacidad de realizar dicha provisión de bienes a cambio de ese acto de bajo costo que supone acudir a votar se convertirá en la opción preferida.
Esta conducta no es nueva ni es un legado exclusivo de la degeneración del sistema político de posguerra. Bryan Roberts ya describe dichas relaciones de patronazgo en la organización política de la ciudad de Guatemala hace más de 40 años en su clásico Organizing Strangers: Poor Families in Guatemala City. La asimetría de recursos en una sociedad desigual provoca este tipo de relaciones verticales patrón-cliente entre quienes poseen recursos y quienes no, con su expresión más clara, como bien lo muestra Roberts, durante los procesos electorales. Quienes sigan creyendo que la desigualdad económica no importa tienen allí una muestra de por qué sí importa: el más serio atentado a la democracia lo representa el hecho de que haya unos cuantos con muchos recursos capaces de condicionar políticamente a quienes no tienen nada.
El segundo tipo ideal es el voto militante convencido con fines clientelares. Este es el que afina y aceita la maquinaria electorera a través de su trabajo proselitista con la promesa de obtener alguna ventaja o trabajo o de preservar el que ya tiene. Hay incentivos muy poderosos para la adhesión y realización que van en un contínuum de expectativas que se refleja en la estructura organizativa de los partidos políticos. Posiblemente tampoco constituya una dinámica nueva, pero fue exacerbada y potenciada por las reformas del Estado a finales de los años 1990, con la Ley de Servicio Civil por un lado y la Ley de Compras y Contrataciones del Estado por otro. La posibilidad de rotación de personal y la venta de bienes y servicios al Estado son los engranajes fundamentales que articulan este comportamiento. Cada cuatro años hay posibilidad de entrar o de quedarse. Para quienes hacen carrera dentro del partido, a nivel de las élites de este, es a su vez una plataforma de entrada y circulación dentro de la élite política.
El tercer tipo ideal de votante asociado con la clase media es el que decide su transitoria adhesión política solo ante la amenaza inminente del otro. Es también el del voto de castigo hacia el partido de gobierno saliente. Tipifica el miedo a votar por el menos malo porque el otro supuestamente es peor, pero acabará castigando en la siguiente elección al votar contra su partido. Este refleja el voto del sujeto que se desentiende de la política y reacciona solo ante la amenaza. El típico voto conservador de clase media urbana que se denomina pensante es en realidad un mero voto movido por el temor o la frustración.
Las reglas de juego buscan captar a estos tres tipos de votantes por medio de la provisión de ciertos bienes, por el incentivo de participar dentro del Estado de diversas maneras y, finalmente, con el recurso del miedo. A estos va dirigida toda la inversión monetaria en dádivas y publicidad. La estrategia de marketing político va dirigida a captar estos segmentos de mercado.
Hay un cuarto tipo ideal, el voto convencional, el que se adhiere con cierta consistencia ideológica a una opción política. Es el más difícil y caro de formar. La maquinaria del mercadeo electoral se dirige a los tres primeros. Este último es residual y poco apetecible por su alto costo de formación y adhesión en términos de tiempo y recursos a invertir. Este segmento, por lo general, es el captado por los partidos que les apuestan sus limitados recursos a la formación y al debate público.
Dado que el costo para competir contra esta lógica supondría actualmente un proceso de formación política sumamente alto, ello vuelve poco competitivos a los partidos pequeños construidos bajo una ideología definida y que se enfrentan a las maquinarias electoreras alimentadas por el poder del dinero. Bajo estas reglas de juego, apostar por la estrategia de formación y construcción de un proyecto ideológico para crear partidos de masas es caro y, sobre todo, ineficiente para los competidores. Esta constitución interna también explica por qué esos ansiados procesos de democracia interna o de institucionalización dentro de los partidos políticos son irrelevantes o inexistentes: es pedir a los partidos que sean algo para lo cual no fueron concebidos.
En estas estructuras electoreras planificadas para la extracción sistemática de rentas mediante procesos de ingeniería de fraude calculado (véanse los casos IGSS y SAT), sus miembros, tanto financistas como operadores políticos, asumen con naturalidad la legitimidad de esta estructura de enriquecimiento gracias a la actividad política, de manera que crean un sistema de negocios a través de la actividad de lo público, la repartición de privilegios y la discrecionalidad para direccionar el modelo de desarrollo económico en virtud de la influencia sobre el aparato estatal.
El diseño institucional de democracia capturada supone un patrón predecible que estimula la maquinaria electoral sin necesidad de ningún tipo de proceso de formación política de gran calado. En síntesis, se apoya en prácticas clientelares legitimadas y en el simple temor de las clases medias al otro. A pesar de su heterogeneidad social, tienen algo en común: la ausencia de lo político como un horizonte de transformación. En esto no es muy diferente el voto de la ciudad, supuestamente pensante, del voto rural, supuestamente irreflexivo. El papel y la participación política de ambos son meramente testimoniales al concluir las elecciones. Ambos son producto de la historia reciente, de la destrucción de lo político en la cotidianidad.
Decimos, pues, que es democracia capturada porque se legitima en cuanto sistema formal deseable en términos normativos, pero a la vez se avala un juego perverso que existe de facto. Esta es la paradoja ciudadana propia de un esquema de democracia capturada: realizar la legítima convicción democrática implica legitimar a su vez el fraude. La propuesta de reforma electoral, entre otras, debería girar en torno a demoler las lógicas que alimentan este mercado de votantes. Mientras sea más económico hacer política chatarra que política real, será difícil pensar en un verdadero sistema de partidos políticos y en elecciones competitivas.
«Se puede decir que prohibir que los particulares reciban en pago los billetes de un banco, por cualquier suma, sea grande o pequeña, cuando están dispuestos a recibirlos, o bien prohibir que un banquero los emita cuando todos sus vecinos están dispuestos a recibirlos, es una violación manifiesta de esa libertad natural que la ley está obligada a proteger, y no a violar. Sin duda, estas reglamentaciones se pueden considerar, en algún sentido, como una violación de la libertad natural. Pero el ejercicio de esta libertad por un pequeño número de personas, que puede poner en peligro la seguridad de toda la sociedad, es y debe ser prohibido por las leyes de todos los Gobiernos, de los más libres y de los más despóticos».
Adam Smith
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