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Lecciones aprendidas y muchas por aprender

Así resumo mi vida con Fernando: cuatro años profundamente intensos, con muchos sobresaltos (por su participación en el movimiento estudiantil y sindical), risas, alegrías, angustias y, finalmente, una profunda, muy profunda soledad.
Pero así es la vida: nos pone retos muy duros, y debemos encontrar la salida o nos quedamos atrapados en la cápsula del pasado y ésta no nos permite, con su gruesa caparazón, ver esa luz de esperanza que la vida nos da.
"Pero así es la vida: nos pone retos muy duros, y debemos encontrar la salida o nos quedamos atrapados en la cápsula del pasado y ésta no nos permite, con su gruesa caparazón, ver esa luz de esperanza que la vida nos da".
"Crecí  en una familia no tradicional, donde no existió una figura paterna".
"Sobreviví desde la infancia en un contexto nacional complejo y violento, eran los años 60 y principios de los 70. Recuerdo escuchar constantemente palabras como “toque de queda”; y ver correr a los mayores de casa para abastecerse porque a las 18:00 horas., ya no se podía salir a las calles".
"Así resumo mi vida con Fernando: cuatro años profundamente intensos, con muchos sobresaltos (por su participación en el movimiento estudiantil y sindical), risas, alegrías, angustias y, finalmente, una profunda, muy profunda soledad".
"No puedo describir tanto dolor vivido, es imposible. Solo de recordar vuelven a fluir las lágrimas. Revive la frustración, la impotencia y el deseo profundo de poder retroceder el tiempo y congelar el último momento que vi a Fernando: sábado 18 de febrero, 5 de la mañana. Ese día quedará grabado en una cajita invisible de mi mente y corazón, para siempre".
"Pero así es la vida: nos pone retos muy duros, y debemos encontrar la salida o nos quedamos atrapados en la cápsula del pasado y ésta no nos permite, con su gruesa caparazón, ver esa luz de esperanza que la vida nos da".
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Lecciones aprendidas y muchas por aprender

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“… nos hemos acostumbrado a la libertad y tenemos el valor de escribir exactamente lo que pensamos…”, escribió Virginia Woolf, en 1929, en “Una habitación propia”, el ensayo en el que plantea la necesidad de que las mujeres tengan un espacio propio para crear, para hacer que se escuche su voz. En esta serie, Plaza Pública reanuda la pregunta: ¿Cómo construyen su habitación propia las mujeres guatemaltecas? Aquí escribe Nineth Montenegro, que se inició como activista de la lucha por la busca de los detenidos-desaparecidos y, ahora, diputada en el Congreso.

Todas éramos mujeres: abuela, tía, primas y yo.

Crecí  en una familia no tradicional, donde no existió una figura paterna.

Nací en Malacatán, San Marcos, pero a los 40 días me trasladaron a la capital de Guatemala, de donde me siento originaria. Siendo estudiante de secundaria mi padre biológico llegó a Malacatán para pasar sus vacaciones de fin de año. Allí conoció el amor, y por esa razón nací incidentalmente en ese lugar. Mis padres eran menores de edad, y no podían cuidarme, me entregaron a mi abuela.

La persona que más impactó mi vida fue María Cristina Castellanos, mi abuela. Admirable e inteligente mujer que por azares de la vida nos crio sola a sus hijos, hijas e incluso a algunas nietas. Nunca le conocí pareja, a pesar de que era muy joven cuando se separó de mi abuelo. Era una mujer de carácter fuerte, decidida, con una profunda convicción respecto a la igualdad de género y la realidad nacional. Mi abuela fue un referente en mi desarrollo como persona; con insistencia me hacía ver que yo no tenía papás y que por lo tanto debía tener carácter y metas porque no sabía cuánto tiempo iba a vivir ella.

Puede ser que siempre extrañé las figuras paterna y materna, aunque, de alguna manera, trataba de sustituirlas con mi tía y mi abuela, así que puedo decir que crecí “normalmente”, aceptando lo que me tocó. Con un poco de melancolía, pero siempre hacia adelante, tratando de concretar mi sueño de ser un ser humano integral; es decir, crecer con valores, tener un proyecto de vida y poderme desarrollar como mujer, madre y profesional. Pero, siempre tenía el deseo de saber cómo era tener una familia propia, cómo era tener una familia “tradicional”, es decir: papá, mamá e hijos. Así crecí  como una mujer más bien reservada, un poco tímida, pero siempre tuve una suerte de rebeldía a todo aquello que es injusto para el ser humano.

Crecí en el barrio de clase media, de la colonia “El Maestro”, en zona 15,  y desde ese ambiente no podía ver del todo a la Guatemala profunda; ésta la descubriría años después. Muy de cerca.

El contexto en que crecí

Sobreviví desde la infancia en un contexto nacional complejo y violento, eran los años 60 y principios de los 70. Recuerdo escuchar constantemente palabras como “toque de queda”; y ver correr a los mayores de casa para abastecerse porque a las 18:00 horas., ya no se podía salir a las calles.

René Montengro, mi tío, era ávido de lecturas “prohibidas” y cada vez que se rumoraba que podía haber cateos corría a enterrar sus libros en el jardín de la casa de mi abuela, que para ella era su gema preciada lleno de rosas, claveles amarillos, y que cuidaba como si fuera de oro. Porque cuando ocurrían el cateo –sucedieron varias veces- levantaban colchonetas, tiraban ropa y registraban libros y discos.

Tengo muy fresca en la memoria a mi abuela: siempre atenta a las noticias, con el temor de que sonara la marimba, porque era señal de un “mal” anuncio. Golpe de Estado, por ejemplo.

Yo, por ser pequeña,  no entendía del todo lo que ocurría. La abuela y los demás adultos de casa trataban de hacer del tema algo “poco transcendente”.

En casa, para evitar los problemas que traía el leer lo que el Estado prohibía, se compraba las revistas Life, Selecciones o enciclopedias, que leí una y otra vez.

Sin embargo, no podíamos abstraernos del todo de esta cruda realidad de violencia. En 1968 fue asesinado mi abuelo, Raúl Montenegro Montenegro, quien en ese momento fungía como administrador de la finca Chócola, ubicada en el departamento de Suchitepéquez. Su muerte impactó a la familia; nunca se aclaró quiénes lo mataron ni por qué lo hicieron.

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Con el paso de los años, y al entrar a la secundaria, fui entendiendo la Guatemala en la que vivía. Ingresé al instituto para señoritas “Belén”, donde el movimiento estudiantil de secundaria era contestatario,  en aquel ambiente tan represivo. Se prohibía lecturas, música, y filiación a cualquier agrupación que pareciera sospechosa. Todo era restrictivo y la juventud se revelaba, cada tanto tiempo había manifestaciones de descontento, pero estas podían terminar con saldos incluso sangrientos. Recuerdo que cursaba yo el último año de magisterio, cuando nos enteramos que no podíamos salir del instituto porque estaba rodeado de policías que repelían con bombas lacrimógenas una manifestación afuera de las instalaciones, salimos finalmente con fuertes problemas de intoxicación por los gases.

Varios de los jóvenes, hombres y mujeres, que conocí en este contexto estudiantil fueron asesinados o desaparecidos. En 1978 las dictaduras militares se involucraban más en las estructuras del Estado, algo que sistemáticamente manifestaban frente a la impotencia de muchas personas. El voto era un formalismo que resultaba en fraudes electorales.

Estudiaba la secundaria cuando ocurrió el terremoto de 1976, una tragedia lamentable y con saldos de miles de muertes, pero que ayudó a cientos de jóvenes a canalizar sus deseos de hacer algo positivo para el país. Durante ese período hubo una relativa “calma dolora”.

La universidad, el amor y…

Cuando ingresé a la Universidad San Carlos para estudiar Derecho,  ya participaba con el movimiento estudiantil. Me encantaba el teatro y así fue como empecé a colaborar con la juventud universitaria; de a poco fui conociendo sus sueños y frustraciones. Pero también su convicción de contribuir a hacer de Guatemala una nación con desarrollo. Los estudiantes no tenían la razón en todo, lógicamente, hubo errores y muchos, pero lo cierto es que Guatemala seguía gobernada por militares, las elecciones no eran creíbles. Gente socialdemócrata como Manuel Colom Argueta eran vistos como enemigos del “sistema”. No había un justo medio y la sociedad guatemalteca no podía despojarse de ideologías radicales y era incapaz de ponerse de acuerdo en relación a temas del país. El dialogo no existía, todo era negro o blanco, los matices eran vistos incluso como fuera de lugar.

Todo era sospechoso, incluso llevar el carné de la Universidad San Carlos. Siempre vivíamos con temor. Los libros que nos pedían como lectura obligada en la universidad (Oparin, Friedrich Engels, Marta Harnecker), podían ser confiscados. Una noche luego de salir del recinto universitario, estábamos en una parada de camioneta para volver a casa y unos  hombres empuñando armas se bajaron de una panel; nos encañonaron, y mientras nos registraban nos cuestionaban por qué teníamos el carné y esos “libros subversivos”. Explicamos, aterrorizados, que eran parte del curso “economía política”. Nos amenazaron con subirnos a sus vehículos y, luego de suplicas, solo se llevaron las lecturas.

Ya para los años 80, la universidad era blanco de ataques y varios de los catedráticos que nos impartían clases fueron asesinados. Los pocos que sobrevivieron tuvieron que salir del país, emigraron a México, Costa Rica y Canadá, entre otros.

A pesar del drama que vivía Guatemala, varios tratábamos de sobrevivir a nuestra particular manera. Hacíamos el intento de ser “felices”. Algo que nos gustaba, cuando era posible, era, con el grupo de teatro "Juez y Parte", de la facultad de Derecho, llevar la obra " Chus Obrero" al área rural, conocer a la gente, su situación. Con el teatro viajamos por varios departamentos llevando alegría y esparcimiento, también concursamos en la propia universidad. Pero hasta esas actividades eran vigiladas, el grupo fue languideciendo.

En las aulas universitarias conocí el amor. Y,  claro, uno enamorado ve a la persona "perfecta”. Seguramente no era del todo así, pero por el breve tiempo que compartimos no me pude percatar más que de sus cualidades. Fernando entró a mi vida como un torbellino, nos conocimos en octubre de 1979 y sólo seis meses después, en mayo de 1980, ya nos estábamos casando; dos años después nos convertimos en padres; y en 1984 fue secuestrado. Así resumo mi vida con Fernando: cuatro años profundamente intensos, con muchos sobresaltos (por su participación en el movimiento estudiantil y sindical), risas, alegrías, angustias y, finalmente, una profunda, muy profunda soledad.

Aquella fue la época más dolorosa de mi vida. Sumida en una profunda desolación, a los 25 años era “cuasi viuda”, (Fernando no estaba vivo, pero jamás apareció su cadáver). Repentinamente, a esa joven edad, mi hija de un poco más de un año y yo, estábamos solas. Terriblemente solas.

Ya para esos días mi abuela tenía demencia senil y no se percataba de lo ocurrido, salvo en algunos episodios de lucidez. Reconozco el apoyo de mi familia, pero ¿qué podían ellos hacer más que escucharme y acompañarme? Pensé mucho en lo que haría, asimismo qué sería de mi hija si algo me pasara. Pero el silencio también nos hace cómplices y cercena la libertad interior de hacer aquello que uno considera un deber. Así, entre lágrimas y con el corazón literalmente destrozado, pero convencida que había que decir: ¡No más! Me lanzo a buscar a Fernando con la esperanza de recuperarlo e irnos de Guatemala. Pasarían muchos años, golpes, ataques, amenazas, muerte de queridos amigos y amigas, para entender que ese sueño, jamás se iba a realizar y que había perdido, una vez más, la oportunidad de tener una “familia”.

No puedo describir tanto dolor vivido, es imposible. Solo de recordar vuelven a fluir las lágrimas. Revive la frustración, la impotencia y el deseo profundo de poder retroceder el tiempo y congelar el último momento que vi a Fernando: sábado 18 de febrero, 5 de la mañana. Ese día quedará grabado en una cajita invisible de mi mente y corazón, para siempre.

La batalla fue cruenta, nos enfrentamos a enemigos poderosos. Quizás, al final, no ganamos, pero tengo  la profunda satisfacción de haber hecho todo lo posible para recuperar con vida a mi esposo y, luego, a muchos más que igual que Fernando fueron “detenidos y desaparecidos”. Por esta experiencia traumática, con la formación del Grupo de Apoyo Mutuo (GAM), conocí gente del área rural, indígenas víctimas de esta lamentable polarización que vivía Guatemala. Conocí a la Guatemala profunda y pobre, aprendí una fuerte lección de vida. Con ellos caminamos juntos, convivimos y compartimos sentimientos de desolación y acompañamiento mutuo. Al final, esa fue la “receta” para sobrevivir a este profundo abismo que debía ser encausado.

Pasaron años para que me decidiera a buscar las piezas dispersas de una vida rota; cada pedazo de mi vida destrozada, una y otra vez, hasta tratar de unirlos para hacer un intento más de volver a empezar. Entre temores y altibajos, traté de saltar el hilo que me amarraba al pasado, y lo resumo al final como una nueva oportunidad que me dio la vida para aprender profundas lecciones, para seguir y ver hacia adelante. Es así como diez años después, en 1992,  doy a luz a mi segunda hija quien es un incentivo hermoso para intentar otra vez tener una familia y, junto al padre de ella, hicimos nuestro mejor esfuerzo, para caminar los cuatro juntos, y así continuamos hoy día.

Mi participación política partidaria

Con alegría y optimismo vimos cómo en los 90 se hacían esfuerzos de uno y otro lado por darle fin al conflicto armado interno. Ya diez años antes habíamos tenido el primer Gobierno Civil (1986), que con gran tensión había iniciado una nueva era buscando la democracia política. Pero aun así seguían los asesinatos y secuestros, cada vez menos, pero ello demostraba el poco control civil en este periodo gubernamental. Sin embargo, era mejor lo que teníamos al pasado obscuro que duró tantos años.

En este periodo (1993), estando al frente el segundo Gobierno civil (Jorge Serrano Elías), éste decide dar un “auto golpe”, clausurando el Congreso de la República, suspende garantías, desconoce la libertad de expresión, de opinión, movilización, prohíbe manifestaciones.

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Quienes pocos años atrás sobrevivimos a un constante “Estado de Excepción”, sentimos esto como un grave retroceso que no se podía permitir; así que pese a toda prohibición tomamos las calles pacíficamente exigiendo el retorno a la institucionalidad (periodistas, estudiantes, amas de casa, activistas). Estuvimos durante varios días expresando nuestra opinión pese a la prohibición de permanecer en las calles. Finalmente retorna la institucionalidad y, como suele ocurrir, nosotros en las calles y otros decidiendo “los temas de Estado” acuerdan que, el Procurador de Derechos Humanos de ese momento asuma como presidente y termine el periodo (1993-1995).

Incursión en la política partidario

En 1995 a un grupo de activistas sociales nos proponen dar un paso hacia adelante e incursionar en las entrañas de uno de los Organismos del Estado, el Legislativo.  Ya para este momento habían transcurrido 11 años del suceso que marcó mi vida para siempre. Sin entender mucho cómo estructurar un partido y menos aún cómo se estructura una campaña, tomamos el desafío. Tenía sentimientos encontrados, temores legítimos. Quizá fue bueno a la larga el desconocimiento, porque literalmente fue una “cita a ciegas” con lo desconocido. Y, claro, carecíamos de infraestructura y recursos económicos, había una clara diferencia entre nuestra propuesta y los de siempre. Al final ganamos varias curules y algunas alcaldías. Nuestra agenda política estaba muy vinculada a demandas de mujeres, niños, niñas, jóvenes, indígenas y capas medias con énfasis en darle rostro social al Estado y beneficiar a los más vulnerables.

No había receta, ni camino, éste se fue haciendo con el andar, pero había entusiasmo, voluntad, deseo de hacer lo que desde “afuera” veíamos necesario.

Estos años en el Congreso han sido de mucho aprendizaje técnico, político y social; he aprendido a entender a otros y sus razones (cuando las hay), existen varias visiones de país y claro que todos tienen derecho a pensar diferente. Hoy trato de escuchar antes de prejuzgar, valorar lo positivo que hay en otros seres humanos que aunque tengamos pensamiento diferente, también son parte del país, son padres o madres y tienen sus propios sueños. Así que no se trata de personas, he entendido que se trata de transformar instituciones, porque en tanto no haya una profunda reformar política del Estado, poco se puede hacer porque ¡el que falla es el sistema!  Y los que pueden contribuir a transformaciones, por estas mismas razones, tienen espacio limitado, porque hay una profunda desigualdad electoral y una profunda desigualdad social. El hambre no construye ciudadanía, crea mucha dependencia de políticas clientelares.

En general, hay ausencia de Estado y esto afecta el desarrollo del país en todos los aspectos, en educación, salud, seguridad, justicia y esto al final resulta en una fuerte limitante para la incidencia de las personas que viven en la “Otra Guatemala” carente de posibilidades y cautiva por décadas por los cacicazgos locales. Los cambios son lentos y no han trascendido de tal forma de se haya erradicado la pobreza y se le haya dado dignidad a la población.

Hoy vemos escenarios tremendamente desalentadores, con un modelo político agotado y casi inviable, y digo esto porque al final no basta dar la batalla y ganar algunos escaños. No hemos alcanzado, no se nos  ha permitido la incidencia que quisiéramos. Ha habido logros, como la Ley de acceso de la Información, Ley de Comisiones de Postulación , Reformas al Código Civil, se han posicionado temas para develar la situación de la niñez y juventud, evidenciar el uso de recursos públicos y reorientarlos , pero reconozco que falta mucho, existe “un muro” difícil de romper. Quizás ésta es sólo una percepción.

Al final debo valorar la oportunidad que he tenido de estar en el recinto parlamentario, y antes de haber sobrevivido a tantos hechos difíciles que he ido superando, quizás de una manera peculiar.

Pero así es la vida: nos pone retos muy duros, y debemos encontrar la salida o nos quedamos atrapados en la cápsula del pasado y ésta no nos permite, con su gruesa caparazón, ver esa luz de esperanza que la vida nos da.

Esta es, en breve, parte de mi historia. Que,  como muchas, tiene diversos matices y momentos de todo tipo. Puedo decir que la vida es una oportunidad y todo lo vivido en ella son lecciones aprendidas y otras por aprender aún; en definitiva hay que seguir para adelante y seguir construyendo.

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