En 1984, el gran politólogo italiano Norberto Bobbio publicó su libro El futuro de la democracia, que se ha convertido en un referente obligado para entender las complejidades y vicisitudes de los sistemas electorales en el mundo, especialmente en esta época de crisis recurrente de legitimidad que exhiben muchas democracias a nivel mundial. La imagen de crisis permanente y de polarizaciones agudas es la más recurrente en la actualidad: frecuentemente los ganadores de las elecciones desarrollan campañas alentando el miedo, la xenofobia y una variedad de razonamientos que incitan al odio, a la violencia simbólica, a la criminalización de los migrantes y a la violación flagrante de derechos humanos básicos. Una imagen muy preocupante porque se acerca peligrosamente a la de los filósofos clásicos, que veían la democracia como el peor sistema de gobierno, justamente por el peligro de que mayorías racistas, violentas y desinformadas tuvieran la posibilidad de elegir a los peores gobernantes.
El problema es un ciclo esperanza-decepción cada vez más pronunciado: la democracia ha sido usada por líderes sin escrúpulos que abiertamente promueven ilusiones políticas imposibles de cumplir, ya que solamente les dicen a los ciudadanos lo que quieren oír, pero sin preocuparse realmente de si tales promesas de campaña son factibles de cumplir. O, en su defecto, se basan en la creación falsa de nuevos enemigos que sintetizan todos los miedos e irracionalidades políticas que le temen a lo desconocido o a lo diferente. De tal manera, solo se canaliza la necesidad de seguridad para promover procesos políticos abiertamente racistas, discriminadores y violatorios de los derechos humanos. El problema de fondo ya lo había señalado Bobbio hace más de 30 años: las promesas incumplidas de la democracia. En grandes líneas, varios son los procesos paralelos que han ido minando la legitimidad global de la democracia.
Primer problema: el sistema democrático promueve la falsa ilusión de la igualdad en las condiciones de la toma de decisión, cuando el sistema económico está produciendo una tremenda desigualdad —unos pocos ricos cada vez más ricos y un crecimiento de grandes mayorías excluidas por completo de la posibilidad de ser representadas políticamente o con condiciones mínimas de inclusión económica—.
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Segundo problema: los sistemas sociales tienden a diferenciarse cada vez más debido al surgimiento de nuevas identidades tradicionalmente invisibilizadas, como los grupos representativos de la diversidad sexual. Esta creciente diversidad social e identitaria promueve que las sociedades dejen de ser representables políticamente hablando.
Tercer problema: la diversidad social alienta el proceso de la individualización extrema, que está en la base de la fragilización de los lazos sociales y de la destrucción acelerada del tejido social.
Cuarto problema: esta diversidad se ve alentada por el crecimiento de las técnicas del neuro-marketing y del marketing de abogacía (advocacy), que sistemáticamente incentivan el cerebro llamado reptiliano, que es instintivo y se enfoca en la sobrevivencia. Este proceso, a su vez, alienta el fenómeno de la posverdad y el papel de las redes sociales en esa redefinición conservadora de los ciudadanos con poder de voto.
En síntesis, la calidad de la democracia depende de la calidad de los ciudadanos: mayorías sin formación política, racistas, discriminadoras o preocupadas solo por sus intereses probablemente escogerán la peor opción posible. Por tal razón, la imagen de las democracias profundamente autoritarias, que alientan la violencia simbólica y la exclusión sistemática de grandes mayorías, es el resultado más dramático.
Revertir esos grandes procesos que han permitido el secuestro de la democracia en muchas sociedades es el principal desafío que debemos enfrentar en el corto, mediano y largo plazo. La alternativa sigue siendo apostar por crear ciudadanos conscientes, críticos y solidarios, que puedan enfrentar esos grandes desafíos globales.
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