El viejo Juan González –comerciante y ex militar- repetía que en la figura del dictador Augusto Pinochet sólo había heroísmo. Hablaba rápido, sin pausas. Sus frases eran igual a balas que estaban siendo disparadas: omitía miles de cadáveres, miles de personas desaparecidas, miles de cuerpos torturados. El viejo Juan era -y sigue siendo- presidente de la Corporación 11 de Septiembre, una organización creada en 1999 por los adeptos a Pinochet, que se propuso desde su origen reivindicar en democracia la dictadura o como ellos llaman “el gobierno militar”. De ahí ese hálito de misión en cada movimiento discursivo de Juan, de ahí esa necesidad de defender lo indefendible.
Hay veces que quienes escriben se preguntan si vale la pena contar más de una historia, si es prudente en el periodismo ambicionar ponerle voz a todo lo que se mueve, o si más bien se trata de hablar poco, pero contundente; suspendiéndose en un solo momento, intentando que deje de ser inabarcable. Escuchar a Juan tenía que ver con esta última frase. Había fijado hace tiempo mi interés en la post-dictadura: en la búsqueda de los desaparecidos, en los militares juzgados por sus desapariciones, en las defensas irracionales como las de Juan sobre aquellos que hicieron tanto daño. Había elegido suspenderme en una sola historia: grande, profunda.
Entonces pasan cuatros años y Juan sigue repitiendo lo mismo. Esta vez él está en la televisión mientras anuncia que la corporación que preside estrenará un documental en honor a Pinochet omitiendo las violaciones a los derechos humanos. “No existieron”, repite Juan. Pero al día siguiente, su hermana Francisca González ocupa la misma tribuna. Le enrostra su mentira: la tortura sí existió y ella fue detenida y torturada en dictadura por ser socialista. Francisca habla antes del estreno del documental, su hijo Carlos también lo hace: él fue torturado en Londres 38 y dice que Juan también lo sabía.
Los tribunales chilenos desestiman que el documental “Pinochet” se trate de una apología al genocidio como indican los familiares de los detenidos desaparecidos. Y durante un domingo las calles del centro de Santiago están en pleno combate: insultos, golpes, fotos de Pinochet, un aviso de bomba. Los editores de Anfibia escriben y preguntan: ¿qué pasa en Chile? Entonces, respondo que la historia de los hermanos González es lo que pasa en Chile. La batalla por la memoria. Santiago no es Berlín donde al frente de los edificios te encuentras en la calle placas en recuerdo a los judíos que fueron deportados a Auschwitz. Santiago debería aprender de Berlín.
A Francisca también la agobia la desmemoria. Voy a verla, la escucho: dos días, largas tardes. Le pido que no repita lo que la hace sufrir. Me refiero a la tortura: hay un libro escrito por ella que entrega el detalle. ¿Pero acaso no es tortura lo de su hermano? Nadie puede evitar el dolor que siente Francisca al hablar y se nota que está cansada. Las palabras pesan y un mes después de publicar la crónica en Anfibia, Francisca muere de un paro cardíaco.
La última vez que contó su historia fue esta.
Con su hijo, Carlos, me reencuentro por casualidad en una marcha a favor del movimiento estudiantil. Me dice que Francisca se fue tranquila, que cerró esta historia, que logró decir lo que tenía que decir. En noviembre Carlos y su hermano Mario fueron a dejar las cenizas de su madre a Punta Arenas. Pidieron varias de las fotos que la retratan por última vez en esta crónica. Las imágenes los acompañaron mientras lanzaban sus cenizas.
* Publicado originalmente en Revista Anfibia, 10 de enero.
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