En el panorama de los binomios presidenciales, variopinto en todos sentidos, destacan las figuras de algunos por sus pretensiones a la presidencia (hay quien con este suma cuatro intentos). Asimismo, destaca la presencia de por lo menos tres mujeres con claras intenciones de llegar a dirigir el Ejecutivo y que, según encuestas que andan circulando, cuentan con cierta voluntad de voto a su favor: Sandra Torres, Thelma Aldana y Zury Ríos, ordenadas aquí alfabéticamente por sus nombres.
Si bien cada una de estas candidatas es digna por sí sola de un análisis exhaustivo de sus pretensiones, su formación, los ideales políticos y de género que representa —cuestiones que en primera y última instancia son lo único que debería interesarnos—, no es mi intención abordar dicha problemática. Tampoco si Zury Ríos debe o no participar por su filiación familiar ni el mandato constitucional que lo prohíbe (ya el amparo permitió su inscripción y, como se mueven aquí los trámites legales, terminará el proceso antes de resolver otra cosa) ni si tienen o no fundamento los señalamientos que se les hacen a Sandra Torres y a Thelma Aldana por haber participado, supuestamente, en diversos actos de corrupción (cabe aquí también el principio de inocencia, aun cuando muchos ya las han condenado y sentenciado en sus mentes, sus gestos y sus palabras).
Ello me lleva a reflexionar, sobre todo, respecto a cómo en el imaginario colectivo guatemalteco aún existe una gran carga misógina en la visualización que se hace de las mujeres en general y de aquellas que se atreven a incursionar en la vida pública en particular.
[frasepzp1]
Y digo esto porque en las redes, en las conversaciones, en los chats, entre los progresistas, los del centro, los de izquierda, los de derecha, los apolíticos, etcétera, lo que dicen, escriben, publican, comparten, más que análisis sobre cuestiones de índole ideológica, son, entre otros, memes que hacen referencia a aspectos peyorativos del cuerpo de las candidatas (ya sea porque identifican algunos de sus atributos con los de una prostituta, porque consideran a otra extremadamente fea, porque les parece un hombre, porque se presupone que tiene mal aliento, porque se cambió el color del cabello o porque tiene la boca grande o los ojos muy pequeños). Esto, claro, sin mencionar que la descalificación viene acompañada de otros comentarios que apelan a características propias de su aparente personalidad pública y que, como muchos otros, son degradantes. Se dice de ellas que son aprovechadas, ambiciosas, vulgares, tendenciosas, manipuladoras, desalmadas, casi monstruosas. Por supuesto, el imaginario no puede estar completo si no se hace referencia a la vida privada de las candidatas y a sus parejas pasadas y presentes, como si en lugar de postularse a la presidencia fueran protagonistas de un melodrama digno de salir en una revista del corazón. Se las critica, además, porque no cumplen con los estereotipos de madres, esposas, vírgenes, mujeres sufrientes y maltratadas, tan arraigado en nuestro medio.
Poquísimos argumentos en otra vía, en la única que debería importar, insisto, que es la de sus propuestas, su postura política, sus planes de gobierno y su equipo de trabajo, por mencionar solo algunos aspectos.
En este sentido, veo que Guatemala no es un país que esté preparado para tener a una mujer como presidenta. Las condiciones no están dadas, aunque, independientemente de todo, me gustaría estar equivocada. Las mujeres seguimos siendo, a pesar de nuestras luchas, de nuestras mártires, de nuestra preparación, de nuestros aportes, personas de segunda y tercera categoría en un imaginario macro- y micromachista, donde los cánones misóginos y sus estereotipos perviven y nos impiden como sociedad dar el salto a una igualdad de género que sea real en oportunidades y en todos los ámbitos de la vida pública y privada.
Más de este autor