Las empresas de información interrumpen sus transmisiones regulares para dar cuenta del horror. Me embarga una serie de sentimientos y entre ellos se cruzan los intentos por comprender por qué ha pasado tal crueldad.
Las elucubraciones parecen fantasmas. Me llevan a pensar en las razones y en las consecuencias de esta horrenda acción, pero son solamente eso: divagaciones complicadas. En este país las explicaciones existen, pero son tapadas con el manto de la confusión y la mayoría no las quiere ver, comprender y utilizar para transformar nuestro entorno. Pareciera que el conformismo solamente se quiebra para hacer catarsis. Nada más.
No me resigno con lo que día a día sucede en este país. Y no lo acepto porque creo con firmeza que la exposición mediática, por demás burda, que las empresas comunicacionales hacen de la violencia en aspectos específicos, sugiere, bajo el nombre de la libertad de expresión, que aceptemos “tal cual son las cosas”, como dijeran en T 13 Noticias cuando transmitían las crudas imágenes del asesinato del cantautor argentino.
Considero que detrás de ese discurso se esconde la necesidad de ciertos sectores de sobredimensionar, por supuesto, de manera ahistórica, las causas que nos tienen sumidos en un estado casi de guerra donde solamente se muestra la cara de la delincuencia común y de lo que llaman crimen organizado.
Pareciera que la delincuencia, el crimen y estas formas propias de la represión en Guatemala no tuvieran raíces estructurales. Que aparecieron de la noche a la mañana apartándonos, mágicamente, entre “buenos” y “malos”. Por demás, se oculta la trama compleja y violenta que conllevan las formas distintas de dominación a que hemos estado subyugados históricamente.
Desde la colonia hasta el presente, con excepción de los únicos esfuerzos reales de democratizar nuestro país entre 1944 y 1954, la sangre ha corrido para mantener a quienes más se quejan de la violencia.
A pesar de ese breve respiro en la larga duración de nuestra historia, no hemos aprendido a comprender que la violencia no es solamente la contabilidad de cadáveres. Nuestra herencia cristiana, mojigata, nos ha enseñado a escondernos en el placer del dolor. Todo el orden colonial que aún impera en nuestro pensar, más el carácter autoritario de nuestros actos, nos mantienen en una constante reproducción de formas brutales de relacionarnos.
Dominados y deseosos de dominar. De ser mejor que el otro, de matar a los demás con las palabras, con las miradas, con las balas. Queremos aplastar los pensamientos que difieren de los nuestros porque nuestras parcelas mentales no tienen más fronteras que palabras espigadas y electrificadas. Somos propiedad privada sin saber quiénes son nuestros dueños y si lo sabemos no lo decimos para “no meternos en babosadas porque nos pueden matar”.
Miedos y ambiciones se entrelazan con nuestro abuso de poder cuando tenemos oportunidad de ejercerlo, pero agachamos la cabeza cuando alguien lo ejerce sobre nosotros. Herencia cristiana, pero también oligárquica y militar. Somos presas del terror estatal y del capital. Nuestras subjetividades están atravesadas por la lógica mercantil de la vida y la muerte. Nuestros discursos hablan de luchar contra la pobreza, aunque no contra la acumulación de riqueza en pocas manos. Queremos que pare la violencia, pero añoramos la aplicación de la pena de muerte.
Los noticieros nos pegan un sopapo en la cara cuando nos dicen que asesinaron a Facundo. Nos conmociona por su importancia pública y por la vergüenza que nos da como ficción de nación. Pero no nos importan las causas reales, las históricas por las que no solamente él ha sido víctima del terror.
Y así se nos va el tiempo, perpetuando falsedades. Los medios nos envuelven en sus burbujas de terror. Entre muerte, impunidad e injusticia transitamos como zombis. Sabemos que mataron a Facundo, pero se nos olvida o no sabemos que también les sucedió tan fatal final a hombres y mujeres con el peso de la cruz, bajo el látigo del capataz en la finca y con el fuego contrainsurgente.
Termino de escribir estas líneas y, aunque no me resigno, me cuesta pensar en que esta violencia se detendrá. Estas nubes de terror, muy en el fondo, algo traen. Estas situaciones no suceden por casualidad, menos dentro del juego electorero. Mientras, solamente resta encontrar en la historia viva las explicaciones de lo que hoy somos. Transformar esta situación parte de ello. De lo contrario, cada esfuerzo será en vano puesto que, en un futuro no muy lejano, no tendremos más argumentación que la violencia por sí misma.
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