cuando el muy hiperactivo Baldizón presenta sus doctorados como si tuvieran sustancia, cuando presenta su libro como si de verdad fuera suyo, cuando presenta su tesis como si de verdad fuera suya, cuando la Universidad de San Carlos viene a decirnos que tras una revisión exhaustiva del documento han descubierto que está firmada por él, así que tiene toda la pinta de ser suya, y que si no lo hubiera sido tampoco habrían sabido qué hacer porque no han contemplado nunca esa posibilidad, cuando sus amigos demandan penalmente a ContraPoder y sus abogados a Sinibaldi, cuando Sinibaldi se presenta como administrador de empresas con estudios en todos lados, cuando se gasta el presupuesto del Estado en su campaña y quiere darnos a entender que un “Estamos trabajando” junto a su cara lavada y gesto de heroico hacedor de carreteras es una forma de mantener a la población informada, cuando el Congreso aprueba la segunda parte de la Ley Tigo, que casi hace que la Ley de Minería o la de Maquila que ahora la UNE ve como epítome del patriotismo parezcan de beneficio nacional, o a cuando, después de ser durante años uno de los pilares de Líder, Edgar Ajcip, el Ingenuo, sale gritando “¡Popó, popó, popó!”, cuando sale a decirnos que mejor se sale, cuando sale informando a la población que se ha dado cuenta de que suceden cosas muy feas y que él no, gracias, que mejor va a montar en un año un partido limpito como un niño de primera comunión, cuando luego aparecen dignos dignatarios diciendo que habráse visto, si tiene pruebas que lo denuncie ante Paz y Paz, cuando a Paz y Paz los aspirantes le intentan clavar la lanza en un modelo de gestión de la investigación que, si es un error, es el error más efectivo que ha cometido el Ministerio Público en muchos años, como un silogismo en el que las premisas y el razonamiento fueran malos pero la conclusión verdadera (aproximadamente), cuando las comisiones de postulación se mueven como si fueran transparentes y nos ocultan que son el mejor invento desde que perdió prestigio la elección a dedo, cuando el director de la patronal, con despliegue de erudición, y Hegel, y Croce, acusa a la generalidad de la “intelectualidad de izquierda” de tener una visión maniquea y centrada en la dialéctica, en lugar de mantenerse abierta a las convergencias y a eliminar las generalizaciones, mientras su organización cabildea a lo grande para oponerse a los aspirantes al MP que ve como sus contrarios y sostiene reuniones con el Gobierno para aplacar la conflictividad causada siempre por otros, cuando el Presidente, el generalísimo estratega, decide que el mejor momento para debatir sobre la relección presidencial (que puede tener sus cosas) es el momento del huracán, entonces pareciera que se van a girar y mirando a cámara –posmoderna la sonrisa, cáustica; y una ceja levantada– van a decir: “Son bromas ¿Se habían creído todo esto?”, como si el sentido verdadero de la ironía no fuera el de desacralizar el poder y socavar la credibilidad de quienes desde las alturas nos toman el pelo, sino despojar a los ciudadanos de toda fe en el futuro y embalsamarlos en cinismo.
Y hay gente a la que todo esto le deja una sensación de asombro perpetuo, como si Guatemala fuera un manantial constante de sorpresas siempre crecientes. Pero es mentira. “El sentido no tolera los extremos”, escribió un inglés sobre la desdicha. Es imposible estar permanentemente indignado, o es pose. Y el asombro y las decepciones nos producen callosidades, entumecimiento, indiferencia sin salida. En realidad, en un país huérfano de farándula local, pareciera que la aristocracia mediática ha decidido que le toca asumir ese papel circense y lo hacen como actores y guionistas de telenovela. Para mantener vivo el interés de un público (de un espectador: la política es una cuestión televisada, el escándalo y la conspiración se arman casi siempre para los medios) cada vez más insensibilizado, precisan subir constantemente la intensidad del melodrama, en una especie de crescendo torpe, plano, exagerado, en el que todo el mundo intuye los entretelones. El asombro que logran es por lo tanto uno de opereta, superficial y pasajero, ojalá de farsa, que siempre tiene algo de expiatorio y catártico.
Y ante todo esto ¿hay esperanza? Sí, hay esperanza, una esperanza lenta. En la base hay una porción de la sociedad que tímidamente se abre y se organiza. Que se queja e intenta solventar sus problemas. Que piensa en el Estado pero también fuera de él, o en sus márgenes. Lentamente, despedazando los diques de contención y las camisas de fuerza de un pasado trágico, a veces equivocando los mecanismos y a veces los fines, a veces emulando a los otros y a veces con una intuición portentosa.
¿Hay esperanza? Sí, hay esperanza. Pero lo que se ve cuando se mira a las alturas es algo que asusta.
Y asfixia.
Ahí arriba, como en la cima del Everest, hay luz pero ciega, y hay avalanchas, y poco oxígeno, y hace frío.