Más aún, la experiencia de crecimiento económico acelerado de las últimas décadas, principalmente el de la región de Asia Pacífico, ocurrió en países que implementaron políticas no-ortodoxas y muchas veces en contraposición directa a la receta de liberalización que llegó a predominar en los noventa.
La experiencia de nuestra región tampoco ha estado ausente con el uso de políticas industriales para impulsar el desarrollo, aunque a diferencia de otras regiones, éstas fueron impulsadas de manera poco sistemática y con incentivos que muchas veces llevaron a su fracaso.
Cada vez que un gobierno conscientemente decide favorecer algún tipo de actividad económica por sobre otras, está llevando a cabo una política industrial. La clave está en hacer que éstas generen la mayor rentabilidad social posible.
El objetivo de una política industrial debiese ser el de buscar la restructuración de la economía, hacia una matriz de producción más diversificada, y con actividades que agreguen un mayor valor. Objetivos que son difíciles de alcanzar bajo un mercado enteramente libre, por la existencia de problemas de externalidades de información y coordinación.
Es en este marco, que nos llega a nosotros la flamante iniciativa de ley de promoción de inversiones y empleo, prometiendo milagrosos resultados como “un crecimiento adicional del PIB dentro de los rangos del 1.2% al 2.7%” por la vía de un aún más milagroso (y misterioso/sacado-de-la-manga) efecto multiplicador de inversiones.
Pero conforme más se avanza en el contenido de la ley y más se denota la ansiedad con la que varios gremios empresariales han impulsado esta iniciativa, más se entiende que la lógica de esta iniciativa no es realmente la de beneficiar a la inversión extranjera, sino la de favorecer a las empresas locales que se acogerían al nuevo régimen tributario propuesto.
Lejos de ser una política industrial que genere incentivos a la inversión en nuevos sectores de la economía, se lee como un regalazo a los mismos sectores tradicionales de siempre, una mera transferencia directa de ingresos fiscales a las empresas por continuar haciendo lo que ya hacen.
Lejos de favorecer la resolución de problemas de externalidades que limitan el desarrollo económico del país, se propone la creación de nuevas distorsiones y barreras al libre mercado, al favorecer a las empresas grandes por sobre las pequeñas, poniendo a las segundas a competir en desigualdad de condiciones.
Lejos de sentar las bases para que las empresas puedan desarrollarse y luego salir a competir al mercado internacional por sus propios méritos, se otorgan beneficios fiscales por períodos de hasta 45 años (¡Sí, 45 años!), generando toda una clase de incentivos perversos para el surgimiento de una nueva generación de empresaurios.
(Vamos, que si después de unos ocho años de incentivos fiscales tu empresa aún no puede ser competitiva, lo tuyo es retirarte y dedicarte a coleccionar estampillas, o que se yo).
A mí me apena mucho leer sobre esto, de alguna forma lo veo como una advertencia, de que sí, la política industrial es una importante herramienta, pero también tiene un lado oscuro y perverso, sobre todo cuando el sistema político es tan corrupto y opaco como el nuestro, tan predispuesto a ser cooptado por intereses privados.
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Como un aparte, me parece de lo más interesante ver la reacción de la Cámara del Comercio ante la medida. Hay que ver que cuando a un gremio se le tocan sus intereses, son capaces de presentar argumentos de lo más racionales y sensatos.
Lejos de aquella narrativa caricaturesca del CACIF, que le pinta como un ente sobrehumano que concentra toda el mal que existe en el mundo, al fin y al cabo es una amalgama de grupos de interés, que en muchos casos pueden tener profundas diferencias.
A lo mejor por ahí empiezan los cambios, por buscar ganarse esos sectores que están descontentos con las viejas prácticas. Estoy seguro de que más de alguno debe haber.
Con todo lo complicado que pinta la situación, yo le sigo apostando al recambio generacional, a lo mejor por iluso que soy.
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