En la opinión publicada, gracias al respaldo de empresas de comunicación. En el entramado político, gracias al apadrinamiento de actores comprometidos con la impunidad y alimentados por el odio.
Día con día se les ve opinando en espacios escritos en la prensa o en actividades públicas en donde reciben también, mucha, muchísima atención mediática. Al amparo de una cuestionable afirmación de imparcialidad, ganan espacio y repiten frases alimentadas, esas sí, por odio y por sed de venganza. Venganza contra quienes durante tres décadas o más, esperaron paciencia que la justicia avanzara, pasito a pasito.
Ahora el discurso insertado, cual hongo corredor en el entorno, presenta a las comunidades, familias y acompañantes de las víctimas de los crímenes más atroces que un Estado pueda cometer contra su pueblo, como ejes del mal. Les pintan como acusadores de una radicalidad que solo puede tener vida en la mente de quienes hoy día, le dan espacio y alimentan, los discursos que en su momento dieron vida a estructuras como la Mano Blanca, la Nueva Organización Anticomunista (NOA), el Ejército Secreto Anticomunista o el Jaguar Justiciero, entre otros grupos criminales y antídoto lo que sonara, eso sí, a progreso en el sentido político.
En las décadas de los sesenta al noventa, del siglo pasado, estos grupos fueron la expresión clandestina y para estatal, de los partidos que gobernaban en colusión con las fuerzas armadas y el empresariado que les nutría de recursos. En nombre de la supuesta “defensa de las instituciones democráticas”, el Estado les dio vida, los animó y alentó a usar la violencia organizada, criminal e ilegal, en contra del liderazgo social, comunitario y político democrático o de izquierda.
Durante la llegada de la democracia formal y tutelada, guardaron los antifaces, se lavaron la cara y jugaron al estado de derecho mientras encontraban la oportunidad para salir de nuevo y levantar las banderas del odio irracional a la disidencia o a la crítica. Allí están ahora, cuestionando las resoluciones judiciales contra la impunidad, desacreditando y estigmatizando a la dirigencia social, anunciando nuevos baños de sangre porque, necesitan, ellos sí, alimentar la lógica perversa del conflicto.
Como si el dolor y el sufrimiento enfrentado por cientos de miles de personas no existiera. Como si la sangre de la mayoría, derramada por el Estado en defensa de la minoría, no hubiese regado con la tragedia todo el territorio nacional. ¿Cómo se atreven a considerar que el dolor de la desaparición forzada, la tortura y la muerte violenta pueden ser olvidados de la noche a la mañana sin justicia ni reparación? ¿Cómo puede alguien creer que quien cobija a criminales responsables de estos hechos, pueda ser un simple ciudadano honestamente preocupado por la justicia y no un vergonzante encubridor de estos delitos?
Hay que estar muy vinculado a la maquinaria perversa de la impunidad para defender a viva voz una lógica de conflicto como la pregonada por los voceros del terrorismo de Estado. Solo así puede explicarse su incesante necesidad de hablar de conflicto, de interés en levantar el extremismo “de ambos lados”.
Es tiempo ya de que debatamos en serio sobre la necesidad de impulsar acciones afirmativas para que el discurso del terrorismo de Estado, vigente durante el conflicto armado y alimentado por los patrocinadores del genocidio, sea puesto en el único lugar que le corresponde: el baúl de los recuerdos. Tiempo es ya de que como en otras latitudes, la necesidad de la paz, de la construcción de una cultura democrática, dé paso a la construcción efectiva de la democracia, encuentre camino y eco en los controladores de la opinión pública y publicada. Tiempo es ya de que, desde esa perspectiva, de verdad, se le de un chance a la democracia.
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