Una de las cosas más notorias que anteceden a este desalojo es la relación “contractual” que había entre campesinos y la finquera Gladis Dubón. El acuerdo —hablado— era que los mozos, en clara relación servil, debían dar a la “señora” tres quintales de ajonjolí por manzana cosechada para asegurar el derecho al uso de la tierra.
¿A qué nos recuerda esa relación social? Ah sí, al feudalismo. El asunto es que los problemas del agro guatemalteco no nacen ahora, ni son causados por un montón de indios bochincheros que solo protestan, quieren todo de regalado y nos privan de nuestro sacrosanto derecho a la libre locomoción. Esto merece, nuevamente, ser abordado en una dimensión histórica, aunque sea de manera somera.
Desde finales del siglo XVIII un muy reducido sector de intelectuales perteneciente a la élite criolla (nada representativo) se preguntaba cómo sería la mejor forma de “modernizar”, junto a la economía, a los indígenas y hacerlos entrar en el camino del “progreso” y la “civilización”. En el plano de los sistemas de pensamiento, algunos, como Matías de Córdova, proponían que a los indios había que hacerlos participar del comercio para que desarrollaran necesidades de consumo, a modo de invertir la relación de dependencia que los criollos tenían de estos. Otras posiciones, como la de Muro o García Redondo, defendían la modificación de los “núcleos de producción”, la privatización de las tierras y el desarrollo de una economía agrícola, con el fin de obligar a los indígenas a participar en relaciones poder-territoriales distintas a las establecidas en los pueblos de indios. Amalgamas de ambas posiciones aparecieron a finales del siglo XIX con trabajos como el de Batres Jáuregui.
En el plano territorio-poblacional, la ansiada “modernización” llega de la mano del aparecimiento de la finca: la modernidad (periférica) de Guatemala reinventa las relaciones entre población y territorio mediante la instauración del modelo finquero en lo local y un Estado que responde a las necesidades de ese modelo en lo nacional.
Como se demuestra en un trabajo que próximamente será publicado por Avancso, la preocupación en esa época no consistía únicamente en la expropiación y repartición, a favor de los criollos, de las tierras ejidales que los indígenas administraron colectivamente durante la colonia, sino también en asegurar los “brazos” necesarios para responder a la demanda de trabajo en la finca.
Hasta mediados de la década del 40, a los trabajadores se les pagaba con monedas acuñadas con el nombre de la finca, que podían ser utilizadas únicamente en ese mismo espacio (estas pueden ser encontradas en los anticuarios del país), de forma que se intensificaba el ciclo de la explotación al controlar también los mercados para el consumo al cual podían acceder los trabajadores.
El finquero figuraba como un despótico señor usualmente llamado tatit (padre), que cumplía funciones que iban desde apadrinar a los hijos de los mozos y el derecho de pernada hasta aplicar castigos físicos, reclusiones en celdas e incluso decidir sobre la muerte de aquellos que se rebelasen o no quisieran cumplir con los jornales.
Los sujetos antes sujetados al pueblo de indios, ahora son desplazados a la sujeción a la finca del mozo colono o ranchero. Miles de indígenas no solo perdieron el modo de vida mediante el cual habían sobrevivido por más de tres siglos de colonialismo, sino que fueron obligados a nacer, trabajar, reproducirse y morir en los márgenes de la biopolítica finquera. Para los indígenas, el cambio decimonónico, la “modernidad” se hace acompañar de una forma de ciudadanía delimitada por una vida de interminable trabajo bajo el dominio finquero, que se hacía posible por la gradual multiplicación de estrategias de señorío, sometimiento y control.
Hasta hace muy pocos años, los libros de jornales, que eran la forma más común de controlar y vigilar a los indígenas, seguían sirviendo de mecanismo para obligar a las personas a someterse bajo la soberanía finquera (privada). Igualmente, para asegurar el trabajo estacionario de aquellos indígenas que no vivían como mozos colonos, el Estado creó una serie de leyes y decretos como los de vagancia, boletas de jornaleros, batallones de zapadores, de forma que las poblaciones del altiplano se veían obligadas a hacer trabajos (semi)forzosos. La multiplicación (a dedo) y herencia de las “deudas” mediante mecanismos como las habilitaciones (que si bien fueron abolidas a mediados de los 30, siguieron funcionando hasta los 70) fueron otros de los dispositivos usados por “intermediarios” (encargados de asegurar el flujo de trabajadores) para trasladar, como ganado, trabajadores en la época de cultivo. “Diez que te pago, diez que te apunto y diez que me debés son treinta” era una broma usual con la que los finqueros se mofaban de los mecanismos de creación de deuda para sujetar a los indígenas a la finca.
Si bien en los 40, con la introducción del Código de Trabajo, fueron realizadas modificaciones importantes, gracias al liberacionismo reaccionario de los 50 la estructura del agro en Guatemala se mantuvo prácticamente intacta. No fue sino hasta la sublevación de los campesinos indígenas en los 80, que ese poder se vio por primera vez verdaderamente afectado.
La reacción del Estado finquero cristalizó en estrategias genocidas de guerra, en donde poblaciones enteras desaparecieron por la violencia militar que supuestamente defendía al país del comunismo. Lo que vemos, al contrario, es una guerra destinada a reprimir parcialmente a las poblaciones indígenas potencialmente subversivas (considerando el Ejército como subversivos incluso a los fetos arrancados de los vientres de mujeres indígenas, a los ancianos y a los enfermos) a modo que el resto “no olvidara” su posición en la sociedad/finca guatemalteca. Por eso el genocidio se desarrolló de forma selectiva, en la lógica de una estrategia macabra inspirada en el medieval castigo ejemplar, a manera de lograr mantener relativamente equilibrada la matanza de indígenas con la demanda de brazos para el trabajo en la finca, al tiempo que se restituía el orden “natural” de las cosas.
A finales del siglo XX y principios del XXI, con la caída de los precios del café, por un lado y la biotecnologización de (forma para incrementar exponencialmente) la explotación en las fincas de caña de azúcar, por el otro, cientos de miles de trabajadores quedaron desplazados, condenados a morir de hambre y enfermedades infecciosas en marginales espacios, vecinos a las fincas, llamados bolsas de trabajadores. Como la demanda de trabajadores en la actualidad es mucho menor que en los siglos XIX y XX, estas personas expulsadas de la “dialéctica” finquera necesitan urgentemente sitios para subsistir y cultivar alimentos. La reacción del Estado, a pesar de que en la Constitución se compromete a proteger la vida de todos los ciudadanos, es la de privilegiar la propiedad privada y, por ende, el privilegio de los finqueros.
Regulaciones como la de usurpación agravada, y los desalojos recientes en la finca Los Cafetales, son la punta del iceberg de un problema nacional de dimensiones descomunales. ¿Hasta cuándo seguirá el Estado guatemalteco siendo el instrumento para asegurar la tranquilidad de los finqueros? La resistencia de estas comunidades de campesinos es una muestra de cómo la ciudadanía se construye en la rebeldía y lucha por la sobrevivencia entonces, ¿por qué se niega y criminaliza? ¿Por qué se insiste en que ser ciudadano es ir a votar cada cuatro años? Y los candidatos, claro, bien gracias.
Cada desalojo en el que es privilegiada la propiedad privada de los finqueros sobre el derecho a la vida de las poblaciones en resistencia, evidencia claramente la prolongación del Estado finquero y el racismo genocida que lo caracteriza. Este no es un Estado fallido, cumple perfectamente las funciones para las que fue creado.
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