Toda música es bella. Seguramente por la materia misma que maneja: el sonido, una expresión destinada siempre a agradar. El sonido evoca sentimientos. Por tanto, no corre riesgo de equivocarse, mentir o ser intrascendente.
En todo momento constatamos el fenómeno. La idea de la música como arte es occidental. Y reciente. La música acompañó el curso de la historia desde tiempos inmemoriales complementando la religión, la guerra, las fiestas, cualquier estado anímico. Solo en la modernidad europea se vuelve arte en tanto arte puro y se transforma así en actividad autónoma. A partir de ahí, y siempre hablando de la música europea, su historia deviene en un ámbito en el que su motor es la búsqueda de la belleza como fin en sí mismo, sin otro compromiso ritual o ceremonial.
Como expresión de la enorme variedad cultural que ha desarrollado la especie humana en su historia, igualmente variado es el abanico de posibilidades musicales. Si bien hay algunos patrones comunes, la oferta existente es amplísima, y de ninguna manera se podría pensar en alguna forma más bella que otra. Toda música, adecuada a su momento y contexto social, es atractiva.
El siglo XX acrecentó de manera dramática procesos de cambio que se venían dando desde el XIX. En la lógica capitalista, nada de lo humano escapa al horizonte de producción mercantil: todo deviene bien de cambio, está concebido desde estrategias comerciales. La música no es ajena a ello.
Pero ¿hasta qué punto la producción mercantil que vamos viendo acrecentarse día a día en el ámbito musical mantiene el espíritu de belleza que estaba en su base?
Los modelos de belleza son, dicho rápidamente, coyunturales. No hay belleza universal ahistórica. De todos modos cabe reflexionar en torno a la producción musical que tenemos en la actualidad, en la cual se van universalizando gustos más allá de las diferencias culturales y se busca como fin supremo la venta de la mercadería terminada, independientemente de su calidad. Rápidamente debe enfatizarse que ninguna música es más bonita que otra, pero creo que pueden abrirse dudas genuinas en torno a esta globalización.
Lo peligroso —patético si se prefiere— en este proceso en marcha es el lugar de mero consumidor pasivo en que vamos quedando las enormes mayorías, hoy en día ya a escala planetaria. Se universalizan gustos, se manipulan tendencias, se imponen consumos. Por supuesto que nadie está obligado a comprar el disco de moda que se publicita por los medios masivos, pero ¿quién y cómo puede sustraerse a esa fuerza?
La música pasó a ser, en muy buena medida, el ruido de fondo que estamos constreñidos a consumir, en cualquier parte del mundo, en tanto una mercadería más que hace parte de las diversiones que se imponen. De ahí que continuamente cambian los músicos, los productos de moda, las formas en que se presentan propuestas y los mensajes superficiales que, sin dudas, al mes de producidos son olvidados a la espera del nuevo hit.
La idea de arte musical eurocéntrico de algunos siglos atrás va quedando de lado, y la misma mercadería estandarizada, surgida de lo que algo imprecisamente se llama Occidente, va suprimiendo creaciones locales no occidentales, acorralando tradiciones a veces antiquísimas. Sin duda, estas producciones, en ocasiones con raíces milenarias, no han desaparecido (todavía no, al menos; quizá nunca suceda), pero la universalización de las usinas generadoras de modas las va rodeando.
La mercadería musical de moda conspira contra la calidad. No decimos que el pop anglosajón sea más o menos bello que una raga hindú, un sheng-guan chino, una ópera italiana o la marimba. Pero, como mínimo, queda la duda respecto a la profundidad creativa —por así decirlo— de estas pasajeras creaciones, más pensadas en su relación con el hit parade que en su perdurabilidad como manifestación de lo espiritual.
Veamos, si no, dos ejemplos: La vida de las flores, de Vorobyoff Production, y La Gillete (sic), de Yasuri Yamileth.
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