Justo antes del inicio de la cuarentena tuve la oportunidad de asistir a una función de la última película de Jayro Bustamante, La Llorona. Como su nombre lo indica, se trata de una recreación sui generis del popular relato mesoamericano sobre una mujer que, por diferentes razones, busca a sus hijos en las aguas de ríos, lagunetas y otros lugares de agua dulce. Ya autores como Francisco Barnoya Gálvez, Héctor Gaitán o Celso Lara han recopilado, para el caso guatemalteco, diferentes versiones del relato, así como su constante actualización en diferentes contextos. Es allí donde la producción de Bustamante se inserta para darle un giro más contemporáneo, pero no por ello menos válido ni terrorífico.
Ambientada en la segunda década del siglo XXI, La Llorona recrea los álgidos meses alrededor del juicio por genocidio al general retirado Efraín Ríos Montt. Más que en el juicio, la película se enfoca en cómo el pasado del exterminio masivo de comunidades mayas y ladinas urbanas y rurales entre las décadas de 1960 y 1990 (con sus máximos entre 1975 y 1985) regresa una y otra vez al presente. A la manera de Los ojos de los enterrados, de Miguel Ángel Asturias, o del Memorial de Tlatelolco, de Rosario Castellanos, los muertos de la gran matanza no dejarán de asomarse una y otra vez hasta que llegue la justicia. Sobre ello gira la trama de la película y sobre cómo el anciano dirigente —pero también sus cercanos— es víctima de la aparición de entidades sobrenaturales que son, a la vez, totalmente comunes para el guatemalteco promedio: la narrativa de que, al final de la vida, aquellas personas fallecidas a las que uno causó dolor visitarán al agonizante para recordarle sus acciones o, en casos extremos, cargar con él.
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La Llorona es, a mi parecer, la única o una de las pocas producciones de temática sobrenatural o de suspenso hechas en Guatemala que realmente cumplen su cometido. La fotografía, los diálogos y los silencios son clave en este tipo de producciones, y La Llorona cumple con ello, a pesar de que en algunas ocasiones los silencios sean demasiado largos (pero no tanto como en El renacido, por mencionar una reciente y premiada en los Óscar). Como sea, se trata de una producción que no solo interpela al espectador acerca de la guerra de finales del siglo XX en Guatemala y del exterminio masivo subsecuente, sino que habla de algo más profundo: la transitoriedad de la vida y sus grandes y pequeños sucesos.
En esto último es donde encuentro paralelos entre esa producción y la pandemia actual del covid-19: ambas hacen reflexionar —a la mayoría de los afortunados que, estadísticamente hablando, no formarán parte de los enfermos graves— sobre el carácter transitorio de la humanidad y de sus creaciones, sean estas proyectos de nación, triunfos militares o políticos, riquezas económicas y superioridad pigmentocrática o étnica. En ambos casos se enfrentan a lo incomprensible e insondable: la certeza del exterminio y de lo precario de la existencia humana. Para los que nacimos a finales de la guerra, la idea de otro gran enfrentamiento o de una pandemia —como la de 1918-1920—era algo lejano. La primera se sintió cercana, entre 2015 y 2019, y la segunda es la actual. Mientras la primera cuestiona nuestras certezas sociales, la segunda pone en jaque la idea de la realidad tal y como la comprendemos y la vida misma como un todo. Esto es solo el comienzo: la emergencia climática que llega precisamente este año a un punto de no retorno será nuestro horizonte para el futuro.
La actuación mezquina, aprovechada o irresponsable de quienes tienen poder y toman decisiones podría influir enormemente en dirigirnos hacia un destino sombrío como sociedad y humanidad durante los próximos años y décadas. Y, como la Llorona de la película de Bustamante o el covid-19 actual, el futuro social y natural llegará para recordarnos, una vez más y como en la película Johnny Got His Gun (1971), que «la muerte tiene dignidad en sí misma».
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