En la escuela parvularia me enseñó los rasgos que habrían de llevarme al aprendizaje de la escritura. Muchos años después cumplió esa misma tarea con mis hijas e hijos, y la huella que dejó en nuestras almas fue la misma: nunca una palabra ofensiva, nunca un alzamiento de su voz, nunca una llamada de atención que dejara consecuencias negativas.
Tenía unos polvitos mágicos. Cuando los niños se caían y se raspaban algún segmento de piel, colocaba un polvito morado en la herida. Según ella, servía para cicatrizar. Lo interesante del asunto es que cada niña y cada niño lo veían de diferente color. Una de mis hijas lo percibía de color blanco; otros niños, de color morado. Hubo quienes lo vieron de tono marrón. Para todos, el resultado era el mismo: alivio inmediato.
«Es que aquellos polvitos sanaban el alma», dijo una de sus alumnas al saber la noticia de su deceso.
Nunca envejeció. Treinta o cuarenta años después de haber pasado por su aula reconocía a sus pupilos en la calle. A cada quien con nombre, apellido, características y anécdotas propias. Y esos momentos también eran de sanación. «Nos sentíamos importantes para ella», explicó en las redes sociales una dilecta médica.
Recuerdo de ella dos momentos especiales. Dos segmentos de espacio-tiempo en los cuales su interactuación conmigo fue algo así como una manifestación del cielo. Uno, a mis seis años. El otro, cuando ya había sentado reales como médico en Cobán.
El primer momento se dio en ocasión de un día festivo en nuestra escuelita (no recuerdo qué celebración patria hubo). Otra maestra me disfrazó de soldado. Yo tenía ciertas razones para estar descontento. Una, porque percibí en mis padres cierto desacuerdo con el papel que me habían endosado. Otra, porque en la actuación pertenecía al grupo que se habría de rendir. Y me emberrinché. Había tomado la decisión de no actuar a la hora de las horas. El día aquel, ¿me puso la seño Delfi algún polvito? No lo creo. De lo que sí estoy seguro es de que me tocó el alma. Recuerdo que se me acercó, algo me dijo al oído y yo terminé actuando. Hasta con gusto meneé la bandera blanca.
El segundo momento fue un día lluvioso de un lánguido noviembre. Era el año 1987. Nos encontramos en la Catedral de Santo Domingo de Guzmán. Desesperado por la situación bélica a causa del conflicto armado interno, que nos mantenía en vilo a los cirujanos del hospital, me introduje en el templo para meditar. Tenía que tomar una decisión entre quedarme en Cobán o aceptar un trabajo que se me ofrecía en la OPS. Luego de un largo rato intentando discernir, me di cuenta de que a ninguna conclusión estaba llegando. Enfadado, me levanté de la banca en la que me hallaba sentado y me dispuse a salir. Nos encontramos súbitamente, y antes de que yo la saludara me dijo con voz suave, con aquella voz suya de 30 años atrás: «Las salidas cómodas no son las mejores». Acendró así el consejo que ya me habían dado otros profesores míos. En su momento, mis maestros de cirugía. Según ellos, yo debía permanecer en mi pueblo.
Las preguntas devenidas después de tal encuentro fueron: ¿entrevió ella algo de mis febriles pensamientos?, ¿tuvo tal capacidad de empatía que pudo hacer una lectura de mis reflexiones? Nunca lo supe y no quiero saberlo. Prefiero el recuerdo del momento que vino después: una tranquilidad tal que decidí quedarme en Cobán. Y de ello no me arrepiento.
No creo poder llegar a tiempo a sus exequias. Estoy en Nicaragua y, aunque hacen falta solo nueve horas para que el avión me devuelva a Guatemala, no creo llegar a tiempo. Estoy seguro, sí, de que la tranquilidad aquella que me proveyó en 1987 me ha invadido de nuevo, como un bálsamo. Suficiente señal, suficiente luz.
Hemos de dar gracias, entonces, por su presencia en nuestras vidas. La maestra que nunca envejeció, la maestra que nos sanaba el alma.
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