Esaú tiene cinco años, ojos avispados y la energía típica de los niños de su edad: brinca como un grillo por las habitaciones de su casa, en Ciudad Quetzal. Cada vez que se acerca la fecha de su cumpleaños, expresa sus deseos a su madre: además de juguetes y pasteles, quisiera recibir un pase a la luna para ir a visitar a su papá, expiloto de camioneta, asesinado en 2011. Tiene pocos recuerdos de él pero le hace mucha falta. Enseña la foto borrosa que retrata a su padre Jairo frente a dos camionetas amarillas, de cuando los buses circulaban con cualquier color por las calles de la ciudad de Guatemala.
Su madre, Blanca, tiene 32 años y le duele no poder complacer los deseos de su hijo, sea que se trate del pastel de cumpleaños, sea por el boleto a la luna. Anhelaba una vida entera junto a su familia y ahora lleva cuatro años repartiéndose desesperada entre los papeles de mamá de tres hijos y de única responsable de las necesidades económicas de la familia. Renta un pequeño carwash cerca de la casa y produce jabones y suavizantes para ropa que vende en la colonia. Lleva tres meses sin poder pagar la luz y ya está preparada a que le recorten el servicio antes de Navidad.
En la colonia Lo de Fuentes, zona 11 de Mixco, doña Maximiliana, de 46 años, con frenesí cose zapatos en el cuarto de su casa, junto con dos de su tres hijas. Por cada par recibe dos quetzales y, entre todas, cada día logran hacer un promedio de 20 a 25 pares. Originaria de Rabinal, tuvo que huir de su casa una madrugada del 2013, cuatro años después del asesinato de su esposo Avelino, piloto de microbús. Los sicarios no dejaron en paz a la familia hasta que cancelaron los 10 mil quetzales de extorsión que exigían. Para cumplir con el pago, Maximiliana pidió un préstamo en el banco que luego le embargó la casa. Se fueron a vivir en una champa sin luz ni agua por varios meses hasta que lograron sumar el dinero suficiente para alquilar el cuarto donde viven ahora. A la par de su hija Vilma, de 17 años, envuelto en cobijas, en un rincón de la cama, su bebé Esdran, de tres meses, duerme indiferente al ritmo de pequeña maquila vertiginosa que se desarrolla a su alrededor.
Maximiliana explica que la actividad familiar genera justo lo necesario para sobrevivir, aunque a veces no logran pagar completos los 800 quetzales de la renta. Al mismo tiempo, trabajar en la casa le permite vigilar su hogar. El año pasado, mientras estaba ausente, Vilma fue violada por su primo, pocos años mayor y Esdran es el fruto de esa violación. Vilma ahora recibe terapia con una psicóloga del Ministerio Público, donde su mamá fue a poner denuncia. El apoyo psicológico es lo único que recibieron ya que el MP nunca ha actuado penalmente en contra del primo. En Rabinal, todo el resto de la familia de Maximiliana rechazó el acontecimiento y criticó duramente la señora por la denuncia. El tío, con cinismo, la amenazó: “Aunque lo metan preso, lo liberan en tres días y luego qué tal si viene para vengarse y te mata?”.
A pesar de todo, Maximiliana tiene una férrea fe en Dios, recibe apoyo de la iglesia que frecuenta. Sostiene que la ausencia del marido se siente mucho, sobre todo en algunas ocasiones, como el día del padre. Sin embargo, “les digo a mis hijos que, aunque ya no esté su papá, aquí ando yo desempeñando ambos papeles. Yo también crecí sin padre, que lo mataron en la guerra y quiero que mis hijas no pierdan el ánimo”.
Al otro lado de la ciudad, en un asentamiento de la zona 18 vigilado por una cuadrilla de soldados, Jorge Chay, de 30 años, regresa a su casa empujando enérgicamente la silla de ruedas en la que está desde el 2008, cuando una bala expansiva disparada en ráfaga por un muchacho, mientras él conducía su camioneta. Le fracturó la columna vertebral y algunas vértebras, dejándolo inmovilizado desde debajo de las costillas. Tiene cuatro hijos y un subsidio por discapacidad de 500 quetzales mensuales que no llega desde septiembre. Decidió que sus hijos nunca pasarían hambre y, como afirma orgullosamente, “dejó la vergüenza tirada al suelo” y empezó a pedir limosna en las paradas de autobuses más concurridas de la ciudad. Se mantiene entre los semáforos de la Terminal, el Trébol y el Obelisco vendiendo chicles y pidiendo ayuda.
Los casos de doña Blanca, Maximiliana y Jorge son el reflejo más exasperado de una crisis que, antes de representar una problemática exclusivamente laboral, que involucra a todo el sector del transporte - dueños de camionetas, choferes, brochas, mecánicos y, claro, los usuarios– es ante todo: humana y social. Meterse en una camioneta, hoy por hoy, significa desafiar continuamente a la muerte, porque a cualquiera le puede pegar una bala en cualquier momento. No hay rutas seguras, no hay acompañamiento de las fuerzas de seguridad. Diariamente, miles de personas arriesgan su vida por meterse en una camioneta, y lo hacen conscientes de que no hay alternativas porque pagar taxi es demasiado caro o tener un auto les es demasiado caro.
Según los datos recabados entre los transportistas, actualmente, un cobrador de extorsión gana 200 quetzales diarios y un sicario 600, es decir, un sueldo mensual escandalosamente alto, que muy poca gente gana con cualquiera de los trabajos “dignos”; en 12 días de trabajo un cobrador de extorsiones gana lo que recibe alguien con el salario mínimo en un mes. Una persona con cierta formación, que sepa leer y escribir, con traje y corbata puede cobrar entre mil y 1,500 quetzales por cada transacción bancaria que realiza para los extorsionistas.
Los datos que ofrece la Procuraduría de los Derechos Humanos confirman la tendencia negativa que empeora año tras año desde el 2010 hasta la fecha: hace cinco años fueron asesinados 204 personas, en el 2011, 224, en 2012, 265, en 2013, 319 y en el 2014, 418. La cifra, según los datos de la PDG, ha descendido, hasta el 17 de noviembre del este año, y en el medio de una crisis general del sector del transporte, s han muerto 229 personas[1]. Sin embargo, la crisis continúa y las rutas 203, 36, 37, 3, 4, 80 y 65 se han vuelto caminos al infierno y en los últimos meses han quedado paralizadas cada dos por tres por el miedo de los transportistas en arriesgar su vida.
Todo depende de la necesidad de trabajar del piloto y del ayudante. El dueño de la camioneta no se mete en la decisión de echar andar el bus cada día. Depende del criterio del piloto: si se evalúa que la extorsión que se paga en ese día se puede compensar con lo que se recauda de los pasajes, entonces se encomienda a Dios y se arranca el motor a las cuatro y media de la mañana. Según los entrevistados, el último mes, la extorsión semanal subió casi del 400%: sólo en la ruta el sólo viernes la extorsión pasó de 125 a 450 quetzales. El pasaje también ha duplicado. Ya nadie se escandaliza al pagar dos quetzales entrando en un bus: la necesidad de movilizarse no tiene alternativas, al momento.
Erik tiene 35 años, tres hijos y una sola pierna. La otra la dejó en su vida anterior, cuando aún no era chofer. Maneja una camioneta automática y es consciente que, en su condición, no encontrará otro trabajo. Recuerda las palabras de una señora: “Ese es un negocio engañababosos”. Porque, entre la necesidad de conseguir plata para la familia y el peligro de perder la vida, ya no hay frontera, todo se ha vuelto un far west, un caos, una jungla donde domina la ley de las armas y del miedo.
En ese escenario, privado de cualquier lógica y regla, se aisla el caso de algunas colonias controladas por el narco, allí todo parece funcionar. Allí ni siquiera la parálisis del transporte urbano interfiere en la organización social diaria, reglamentada según un orden paralelo al caos que se vive en el resto de la ciudad.
El Gallito, barrio de la zona 3, es reconocido por el narcomenudeo, el uso de armas y las notas rojas que lo pintan como un lugar olvidado por el Estado. Pero, según los transportistas, los pasajeros y los vecinos, algunos mudarse allí: en una ciudad hundida en la anarquía, tener a un gobernante es mucho mejor que vivir bajo la constante amenaza del desorden y la muerte.
“Polo” lleva algunos años trabajando como piloto de flete: al atardecer llega a la 18 calle de la zona 1 y, por cada carrera, lleva en sus pick up a unos 25 pasajeros. En total, son seis los choferes autorizados a entrar y salir de la colonia y las reglas son claras: Uno, no vale rebasar a otro piloto durante las carreras para acarrear mas gente; dos, cada piloto tiene un día de descanso semanal. Y punto. Por unas cuatro horas y media de trabajo, transportando gente desde las cinco de la tarde hasta las nueve, nueve y media de la noche se ganan unos 250 quetzales diarios, es decir, lo que logra juntar un chofer de camioneta en todo el día. Y hay otro detalle que hace la diferencia: no se paga extorsión. Los pasajeros suben al pickup apretados, como en cualquier medio de transporte público, pero sin la sensación de precariedad y de peligro de las camionetas…