Diversas notas periodísticas y hasta una intervención alusiva por parte del Presidente de la República celebran al español como emblema de la unidad nacional. Sin embargo, detrás de estos piadosos discursos se esconde la realidad de un país terriblemente injusto y dividido.
La Academia Guatemalteca de la Lengua Española está integrada por distinguidos miembros de la élite intelectual guatemalteca. Su objetivo, según rezan sus estatutos, es el “cuidado y defensa de la lengua común”, entendida como la norma culta de rigor en literatura y en actos y documentos oficiales. Sin embargo, a pesar de las notas triunfalistas, las grandes mayorías viven una relación muy diferente con la lengua española de la que disfrutan los señores y señoras académicos.
En primer lugar, la inexistencia de programas y pedagogías eficaces para su enseñanza hacen de ella una verdadera barrera para el progreso personal y comunitario de muchos guatemaltecos, sobre todo en comunidades predominantemente indígenas. Quienes tienen la suerte de aprenderla, suelen estudiarla en condiciones deplorables en escuelas mal equipadas, con maestros mal preparados y peor pagados, o simplemente consiguen adquirir cierta fluidez oral en el trabajo o en el cuartel. El español culto es un capital cultural con una distribución tan injusta y desigual en nuestro país como la tierra o el acceso a la educación universitaria. Cualquier estudiante del Colegio Americano o del Instituto Austriaco, por ejemplo, tienen un dominio del inglés muchísimo mejor que el que tienen del español culto la inmensa mayoría de guatemaltecos. La lengua española, por motivos muy diferentes a los esgrimidos por Otto Pérez Molina, es pues un digno emblema del subdesarrollo y de la injusticia estructural que marca a nuestro país.
En segundo lugar, para muchos guatemaltecos los idiomas mayas y el garífuna son el vehículo en que se expresan las emociones más hondas, aquellos en que se pronuncian los ritos y se cantan las tradiciones más entrañables, aquellas que más indeleblemente definen y marcan el ser individual y colectivo. El español es ajeno a muchos de estos espacios ricos en significado cultural y raigambre histórica.
En tercer lugar, las variedades del español que hablan las clases populares en la capital y en el interior del país son estigmatizadas por aquellos que sí manejan el español culto. No debe causar sorpresa, por ejemplo, que no exista en Guatemala una verdadera labor de estudio de la tradición oral en español, con la excepción del encomiable trabajo realizado por el Centro de Estudios Folklóricos de la Universidad de San Carlos y del recientemente fallecido Héctor Gaytán. La norma culta guatemalteca no se apoya en una reflexión profunda sobre la relación entre oralidad y escritura en nuestro territorio. No debe extrañarnos, por ejemplo, que escritores de la talla de Marco Antonio Flores o Javier Payeras, maestros de la literatura y del lenguaje oral, no hayan sido elevados a los altares de la Academia Guatemalteca de la Lengua Española. Nuestra norma culta está basada en una prescriptiva literaria anticuada y alienante que no refleja lo mejor de nuestras prácticas lingüísticas.
Por todo esto, hay que aprovechar esta conmemoración para reflexionar y para denunciar una situación estructural de marginación lingüística, más que para celebrar con palabras huecas una unidad nacional precaria cuya personificación institucional actual es un exgeneral a quien persigue la sospecha de ser responsable de crímenes de lesa humanidad.
* Guatemalteco-español, Sergio Romero es doctor en lingüística (University of Pennsylvannia) y antropólogo (Tulane University y Universidad del Valle de Guatemala). Su pasión son las lenguas indígenas y para poderse dedicar profesionalmente a su estudio, hubo de migrar a los Estados Unidos donde ahora es profesor en la Universidad de Texas en Austin. Ha publicado en revistas especializadas y dirige desde el 2008 una escuela de verano para la enseñanza intensiva del K’iche’ en Nahualá, Sololá. Habla cuatro lenguas mesoamericanas, además del español culto y popular…
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