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La jurisdicción indígena es clara y eficaz: historia de las falacias y verdades a medias sobre la superioridad del sistema oficial

Más que un “progreso de la sociedad”, el monismo jurídico es una ideología funcional para un pequeño grupo, una forma de garantizarse a sí mismos “certeza jurídica” en determinada forma de entender el proyecto de Estado y de nación.
Si los mismos dictadores liberales tuvieron que negociar, utilizar y conceder elementos de orden a las autoridades indígenas, ¿por qué se niega ahora con tanta virulencia?
Tarjetas de Visita de indígenas mayas-kaqchikeles, tzutujiles y kiche's de Guatemala a finales del siglo XIX.
Útiles que empleaba Juan Zapeta en sus funciones de alcalde indígena de Santa Cruz de Quiché en 2012
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La jurisdicción indígena es clara y eficaz: historia de las falacias y verdades a medias sobre la superioridad del sistema oficial

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El llamado “derecho indígena” está en el centro del debate acerca de las reformas constitucionales que impulsan la CICIG, el MP, la PDH y amplios sectores de la sociedad civil. Lo hacen contra la oposición de aquellos que en Guatemala han concentrado poder e influencia. El debate está lleno de imprecisiones, negligencia y mala fe. El antropólogo Diego Vásquez Monterroso argumenta, con ejemplos culturales e históricos, la antigüedad y la legitimidad de las formas de justicia de los pueblos indígenas, y también que su reconocimiento, aprobación o rechazo siempre ha respondido a criterios que poco tienen que ver con la administración de la justicia.

Reproduciendo el discurso más conservador, Republica, un medio digital próximo al empresariado organizado, difundió un artículo que habla de lo complicado y confuso que sería trabajar desde el sistema de justicia estatal (y “capitalinocéntrico”) con sistemas indígenas de justicia. Es una verdad a medias. Es cierto que la pluralidad en las formas de autoridad y de justicia supone una constante en siglos de historia de los pueblos mayas. Pero es falso que esa pluralidad implique tener que lidiar con sistemas confusos ni totalmente diferentes al oficial.

Todos estos sistemas, al igual que sus comunidades, parten de una dinámica común anterior a la invasión europea. Esa dinámica se ha renovado sumando rasgos externos, como el sistema de cofradías (autoridades a partir del siglo XVIII),1 las milicias indígenas como parte del servicio comunitario (siglo XIX),2 o incluso los Consejos comunitarios de desarrollo (Cocodes), a inicios del siglo XXI.3 De manera práctica, han sabido hacer frente a las amenazas externas incorporando aspectos de estas dentro de su propia lógica. Y seguramente, lo seguirán haciendo.

Hay una amplia bibliografía4 que respalda la coherencia dentro de la pluralidad de los sistemas de organización social y justicia de los pueblos indígenas. Intentaré sintetizar aquí algunas ideas.

Distintas historias, distintas respuestas, cuatro ejemplos

Las sociedades indígenas, particularmente las mayas, han construido sus formas de organización en procesos de siglos que privilegian la transformación desde ciertos criterios fundamentales e implican también aceptar elementos ajenos. Estas mismas dinámicas han propiciado una pléyade de variaciones en los modelos. Distintos procesos históricos han desembocado en distintas respuestas locales. Ninguna forma concreta de organización o autoridad puede ser tenida por El Modelo General. Ninguna resume todos los demás. Veamos un ejemplo.

A pesar de la cercanía física, cultural y comercial (incluso familiar), el sistema comunitario de Momostenango y el de San Miguel Totonicapán (los 48 Cantones) no se parecen entre sí en el presente, aunque en el pasado compartieran incluso origen en la expansión prehispánica k’iche’. Momostenango tiene una estructura basada en los cantones y los barrios, de claro origen prehispánico, con puestos rotativos y otros vitalicios. El componente ritual tradicional es fundamental. Sin embargo, en San Miguel Totonicapán el modelo más bien se centra en las asambleas comunitarias, el consenso para la elección, y en la rotación anual. En algunos casos se mantienen partes de los sistemas tradicionales, como el papel de los especialistas rituales y el de los llamados Principales, descendientes de familias ennoblecidas.

Estas diferencias entre las dos comunidades no representan una “confusión” ni un problema si no se entiende bajo la premisa de que “se trata de la forma de ser de...”. No niega la legitimidad sino que la refuerza al reconocer la diferencia como un elemento fundamental en la eficiencia y la certeza de los criterios de las autoridades locales.

Simone Dalmasso

Otros modelos han resurgido también para volver a construir la comunidad después de procesos traumáticos, particularmente la guerra que finalizó en 1996. Por ejemplo en la región ch’orti’. Allí muchas comunidades han reconstruido unas autoridades tradicionales que desde mediados del siglo XX se encontraban ya bastante disminuidas. “Reconstruir” acá no significa inventar de cero, sino más bien tomar los elementos que aún sobrevivían de la antigua estructura, y a partir de allí comenzar su reconstrucción. Un trabajo de memoria histórica también.5

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Un caso diferente es de las comunidades de Los Copones, en el sureste de Ixcán, en Quiché. Con una población mayoritariamente q’eqchi’, informes de prensa previos han indicado que sus orígenes están en la expansión cafetalera de finales del siglo XIX. Sin embargo una investigación propia, con apoyo de los comunitarios, reveló que la habitación q’eqchi’ data del siglo XVIII y, según la evidencia oral y etnohistórica, es en realidad un “retorno a la tierra de los antepasados”. En este caso particular las formas de organización y de autoridad han seguido muchos de los patrones tradicionales q’eqchi’, centrados en la pertenencia a familias amplias y en la rotación de los cargos.6

Estos cuatro son ejemplos de autoridades tradicionales indígenas reconocidas en sus comunidades. Gozan de una profunda impronta histórica. Por ello, su reconocimiento constitucional no riñe con convenios internacionales ni con la misma legislación. Se trata, en todo caso, de lograr mecanismos de coordinación entre el Estado y las comunidades.

El monismo decimonónico y el liberal despojo de tierras

En el siglo XIX, los liberales hicieron que el monismo jurídico pareciera natural. El monismo significaba para aquellos liberales decimonónicos no solo que un único sistema de leyes haría más eficiente el papel del Estado como mediador de las relaciones sociales, sino que además este único sistema era superior, “mejor” a priori y superaba “evolutivamente” los anacrónicos sistemas indígenas, que constituían un lastre dentro de la retórica liberal del “progreso”. Desde mediados del siglo XIX, el racismo científico también había ayudado a ir creando consensos en torno a la necesidad de “extirpar” lo indígena de todo lo que tuviera que ver con la construcción del Estado nacional.7 Lo indígena quedaría cristalizado en el pasado lejano anterior a la invasión europea, y enajenado de sus herederos del presente. Hasta hoy, este discurso es moneda común.8

Sin embargo, como realidad jurídica en lo que ahora es la sociedad guatemalteca el monismo ha sido la excepción y no la regla. Salvo en los períodos que van de 1830 a 1839 y de 1871 al presente, desde el siglo XVI han sido reconocidos legalmente al menos dos sistemas de justicia. Tres siglos y medio frente a uno y medio.

Los invasores españoles sabían que no podían lograr el proyecto de colonización sin una alianza con las autoridades locales, y negociaron una administración dual conocida como Las Dos Repúblicas, con jurisdicciones claramente delimitadas y coordinadas.9 Este “pacto colonial” implicó que las antiguas élites indígenas dominaban la administración de justicia y de control de sus territorios. Los procesos de reducción (reconcentración de poblaciones en urbanizaciones según el modelo español) provocaron tensiones en las comunidades pero el paso del tiempo fue sedimentando a las nuevas sociedades, que se transformaban en la mayoría de los casos siguiendo sus propios patrones y adoptando algunas innovaciones foráneas.10

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Nada de esto niega la explotación, la subordinación y la destrucción de las sociedades indígenas por el proceso de colonización, pero lo matiza al mostrar los espacios de autonomía que las comunidades poseían. Estas autonomías, ligadas al sistema colonial español, permitieron que hacia finales del siglo XVII e inicios del XVIII las élites indígenas de origen antiguo entraran en crisis, y se modificara la estructura interna de las comunidades hasta que asumieron muchos de los rasgos que hoy se les conocen. Los cambios supusieron soluciones originales de las comunidades, que buscaban conservar la idea de comunidad sobre el linaje o la familia ampliada que eran norma en ese momento.11 Dado el papel marginal de la Audiencia de Guatemala, las oportunidades de innovar desde las autonomías fueron mayores que, por ejemplo, en el centro de México, que se encontraba profundamente conectado con el intercambio a nivel mundial.12

Entre 1839 y 1871, los conservadores garantizaron con esta misma lógica la centralización política frente a las tendencias separatistas, y restituyeron las leyes relacionadas con la administración de justicia y gobierno de los pueblos mayas. Un informe al gobierno, en 1854, menciona que en los pueblos indígenas de Suchitepéquez “(...) todo entre ellos se juzga de una manera propiamente verbal, pronta y económica, sin más código que el de esas mismas costumbres (...)”13, lo que constituía una muestra de pluralidad jurídica eficaz en ese momento.

Esta justicia era problemática para los liberales, especialmente porque limitaba el despojo masivo que pretendían (y llevaron a cabo) de las tierras comunales y la fuerza de trabajo indígenas14.

Desde el siglo XVI el sistema colonial y republicano siempre ha necesitado de los sistemas de organización de los pueblos originarios para poder mantener cierta legitimidad y control. Como ya se ha dicho, su negación formaba parte del idealismo liberal y su monismo jurídico, aunque al final necesitó de las autoridades indígenas para su proyecto, como el caso de la cabecera de Sololá para cuadrillas de jornaleros,15 la de Momostenango para los cuerpos de seguridad de los dictadores16. En ambos casos los antiguos márgenes de autonomía se redujeron a sus mínimos históricos, y es sin duda el momento más complicado para las comunidades indígenas desde el siglo XVI. Con los liberales se rompe definitivamente el “pacto colonial” y se entra a la modernidad capitalista tomando los modelos de sociedad en boga en Europa en ese momento.

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Más que un “progreso de la sociedad”, el monismo jurídico es una ideología funcional para un pequeño grupo, una forma de garantizarse a sí mismos “certeza jurídica” en determinada forma de entender el proyecto de Estado y de nación.

Tampoco es casualidad que su proyecto de Estado venga precisamente de una “certeza” que legitimó el despojo masivo. Es necesario comprender que con los liberales surge el tipo de élite que se conoce actualmente en Guatemala. La antigua élite colonial, eminentemente criolla, comienza a transformarse progresivamente desde finales del siglo XVIII y a partir de 1871 los cambios son aun mayores: se aceptaron nuevos miembros del norte de Europa (principalmente alemanes), y cambiaron sus discursos para “actualizarlos” según la nueva lógica estatal. Es lo que Sergio Tischler Visquerra ha llamado muy adecuadamente “cultura finquera”.17 Esa lógica que, con cambios, aún forma parte de la cultura de la mayoría de los miembros de las élites guatemaltecas, incluyendo a los “advenedizos”.

Dentro de las reformas liberales se buscó normar lo que no se entendía: anular la diferencia como primer paso para el sometimiento. Como el fin último era garantizar el acceso a las tierras aptas para el café y contar con “brazos” semi-forzados, la legislación invalidaba todo lo anteriormente hecho.

Durante el régimen conservador se tituló una buena cantidad de propiedades comunales indígenas, y dichos títulos fueron utilizados por muchas comunidades para hacer valer sus derechos ante los liberales. En algunos casos funcionó, aunque siempre implicó algún grado de despojo de territorio.

El régimen liberal llevó el Estado hasta lugares en los que antes no existía más que su nombre. Fue con los liberales con quienes nació el Estado guatemalteco que conocemos hoy. Esto implicó que, por ejemplo, el sistema educativo emergiera y que el pensamiento liberal que divulgaba, con su racismo y su monismo jurídico, fuera la atmósfera que respiraron varias generaciones.

Muchos de los elementos de aquel liberalismo decimonónico perviven hoy –solo hay que ver los rostros en los billetes– y, en cierto modo, su forma de entender el mundo se volvió la norma, el único horizonte posible, incluso de las reformas.

Reduccionismo bienintencionado

Así, irónicamente, el discurso de la unicidad jurídica liberal también parece estar presente en los argumentos de algunos defensores del pluralismo, en especial cuando las ideas de pluralismo jurídico y justicia indígena se reducen a tres casos: los 48 Cantones de San Miguel Totonicapán, la Alcaldía Indígena de Sololá y las Alcaldías Indígenas de la región ixil (a veces sustituido este último por el caso de Santa Cruz del Quiché).Los tres ejemplos son en realidad formas recientes, con apenas unas décadas de funcionamiento, de sistemas más antiguos que los pueblos decidieron reformar para imprimirles una nueva legitimidad y eficacia y así mantener la estructura comunitaria, tal y como lo han hecho muchas otras veces. Esto no significa que no sean valiosos en sí mismos. Dentro de los mismos pueblos indígenas se sabe que son variantes de lógicas más generales, pero fuera de ellos existe cierta tendencia a limitar las comunidades indígenas y sus variedad de formas de organización a estos ejemplos. Este reduccionismo bienintencionado de muchos defensores del pluralismo puede en realidad hacer más daño al reafirmar el proyecto liberal de una forma “mayanizada”, es decir, de los propios indígenas apropiándose de esa retórica. En futuros debates, hay que tomarlo en cuenta.

Cualquier modelo de autoridad indígena va más allá de la sola impartición de justicia: son modelos legítimos y eficaces de conducta, de gobierno y de reconocimiento a los mejores miembros de las comunidades, por elección o por “don”. Al igual que el ejemplo de 1854 ya mencionado , las formas de autoridad indígena tienden a resolver de manera restitutiva, rápida y eficaz disputas de diferente tipo. Así sucede por ejemplo con el derecho al acceso en los lugares sagrados en Momostenango en 2015 (un conflicto con el alcalde municipal), los matrimonios y sus problemas resueltos por las autoridades “de cantón”, o la sucesión de los “cabezas de familia”, que incluye también la participación de autoridades rituales, una práctica común en varios municipios de Totonicapán. La pluralidad de las formas de organización y autoridad indígenas no presupone desorden, como muchas veces se tiende a ver: eso es retórica liberal del siglo XIX

Esta pluralidad tiene un fondo común que la ordena y legitima. Su carácter dialógico se pasa por alto. Respetar esa pluralidad-unidad es también “tomar en serio”18 los sistemas indígenas, y no solo traducirlos o hacerlos encajar en la normativa nacional. Si los mismos dictadores liberales tuvieron que negociar, utilizar y conceder elementos de orden a las autoridades indígenas, ¿por qué se niega ahora con tanta virulencia?

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Más allá de algunos desacuerdos en torno a formas específicas de aplicación de justicia (que los mismos comunitarios han reconocido como polémicas y que pueden ser modificadas, no existe ningún argumento en contra más que el racismo, el desconocimiento, la intransigencia ante formas culturales diferentes y, en casos específicos, una agenda que busca continuar con los despojos y usos de los pueblos indígenas como “mano de obra barata” y donde el pluralismo jurídico es una limitante.Reconocer la pluralidad y vitalidad del pluralismo (aunque suene redundante) es admitir la diferencia como estructuración fundamental de cualquier sociedad. Es también reconocer su legitimidad en sus contextos y el hecho de que sus decisiones no son antojadizas ni arbitrarias, sino que parten de la misma comunidad. “Tomar en serio” también significa aprender algo de los sistemas indígenas que bien puede servirnos para comprender cómo debería funcionar el Estado guatemalteco: autoridades por consenso, servidores de la comunidad (no solo nominalmente), y sujetos a escrutinio y validación de manera permanente. El bienestar común es la norma.

Su reconocimiento no es nada nuevo, pero sí hace justicia al último siglo y medio de políticas de negación y despojo. Respaldar el pluralismo jurídico debería ser, entonces, no solo apoyar su implementación sino reconocer su historia, su origen y sus dinámicas también plurales pero no por ello menos efectivas ni legítimas.

 

 

1

 John Chance y William Taylor, “Cofradias and cargos: an historical perspective on the Mesoamerican civil-religious hierarchy”, en American Ethnologist, Vol. 12, No. 1, pp. 1-26 (1985).

2

 Robert Carmack, Rebels of Highland Guatemala: the quiche-mayas of Momostenango (Norman: University of Oklahoma Press, 1995).

3

 Autoridad comunitaria de Sololá, comunicación personal (Asunción Sololá, abril de 2016).

4

 Solo por mencionar cinco ejemplos puntuales: Stener Ekern, Chuwi Meq’en Ja’: comunidad y liderazgo en la Guatemala K’iche’ (Guatemala: Cholsamaj, 2010); Carmack, Rebels of Highland Guatemala; Robert Hill, “Social organization by decree in colonial Highland Guatemala”, Ethnohistory 36, no. 2 (1989); Timothy Smith, Runuk’ulen ri q’atb’âl tzij kaqchikel Tz’olojya’ / Autoridad y gobierno kaqchikel de Sololá (Sololá: Municipalidad Indígena de Sololá, 2014); y Rachel Sieder y Carlos Y. Flores, Dos justicias: coordinación interlegal e intercultural en Guatemala (Guatemala y Cuernavaca: FyG Editores, Casa Comal y Universidad Autónoma del Estado de Morelos, 2012).

5 Diego Vásquez Monterroso, “Informe pericial histórico y antropológico sobre autoridades comunitarias de la aldea Las Flores, Jocotán, Chiquimula” (informe, 2014).

6 Diego Vásquez Monterroso, “Informe pericial histórico y antropológico sobre Patio de Bolas Copón, Ixcán, Quiché” (informe, 2015).

7 Matilde González-Izás, Modernización capitalista, racismo y violencia: Guatemala (1750-1930) (México: El Colegio de México, 2014), 131 y ss.

8 Arturo Taracena Arriola, “La civilización maya y sus herederos. Un debate negacionista en la historiografía moderna guatemalteca”, Estudios de Cultura Maya, Vol. 27 (2006), 43-55.

9

 Por ejemplo ver el trabajo reciente de Jorge González Alzate, La experiencia colonial y transición a la independencia en el occidente de Guatemala. Quetzaltenango: de pueblo indígena a ciudad multiétnica, 1520-1825 (Mérida: Centro Peninsular en Humanidades y en Ciencias Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, 2015), 47 y ss.

10 Robert Hill y John Monaghan, Continuities in Highland Maya social organization: ethnohistory in Sacapulas, Guatemala (Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 1987).

11 No se entra acá a discutir las estructuras antiguas de los pueblos mayas, cuyas versiones “modernas” aun se mantienen en muchos pueblos actuales. Solo es necesario aclarar que estaban constituidos en niveles, uno abarcando a varios del nivel inferior (chinamit, amaq’ y winaq en k’iche’), y cuyas formas de alianza y relación estaban mediados por una variedad de elementos, como el comercio, las creencias, el tributo, los linajes y los orígenes comunes. Un análisis detallado de estas estructuras se encuentra en Hill y Monaghan, Continuities in Highland Maya, 24-42.

12

 Serge Gruzinski, La colonización de lo imaginario: sociedades indígenas y occidentalización en el México español, siglos XVI-XVIII (México: Fondo de Cultura Económica, 2007 [1991]);

13

 Arturo Taracena et al. Etnicidad, estado y nación en Guatemala, 1808-1944 (Guatemala: CIRMA, 2002), 76 y ss. AGCA, Sign. B, Legajo 28562 Expediente 45.

14

 David McCreery, Rural Guatemala, 1760-1940 (Stanford: Stanford University Press, 1994).

15

 Autoridad comunitaria de Sololá, comunicación personal (abril de 2016).

16

 Carmack, Rebels of Highland Guatemala; Barbara Tedlock, El tiempo y los mayas del altiplano (Rancho Palos Verdes, California: Yaxte’, 2002).

17 Sergio Tischler Visquerra, Guatemala 1944: crisis y revolución. Ocaso y quiebre de una forma estatal (Guatemala: FyG Editores, 2001).

18 Alejandro Fujigaki Lares, Isabel Martínez y Denisse Salazar González, “Llevar a serio… contra el infierno metafísico de la antropología. Entrevista con Eduardo Viveiros de Castro”, Anales de Antropología 48, no. 2 (2014).

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