Según Alisson Macías Velázquez, citando a Isaúl Rentería Guerrero, la educación formal es el «aprendizaje ofrecido normalmente por un centro de educación o formación, con carácter estructurado (según objetivos didácticos, duración o soporte) y que concluye con una certificación. El aprendizaje formal es intencional desde la perspectiva del alumno».
De estas sencillas definiciones (porque las hay muy complejas) podemos inferir dos condiciones que son propias de una sociedad civilizada: la libertad de decisión del alumno o la alumna en orden a su vocación y la certificación necesaria para el ejercicio de la profesión. Ambas son de suyo importantísimas e inherentes a la conciencia social de los pueblos.
De cierto tiempo para acá, y coincidiendo con el período de culminación de los ciclos básico y diversificado, ha circulado una avalancha desinformativa en relación con la educación formal. Ello ha provocado confusión en jóvenes estudiantes que están por continuar estudios de bachillerato o iniciar estudios universitarios. Está información errónea y malintencionada va desde «no es necesario estudiar para ser exitoso en la vida» hasta «bachillerato + licenciatura + maestría + doctorado = desempleo».
Yo estoy convencido de que el conocimiento no es patrimonio exclusivo de la educación formal, pero asumir que la educación formal termina en fracaso, frustración y desempleo es tan erróneo como creer que se pueden atrapar aviones con camiones.
Para nadie es un secreto que en América Latina tenemos serias crisis en cuanto a las políticas educativas de cada región. Nuestros modelos (educativos) no responden a las necesidades de las poblaciones, y esa circunstancia es uno de los parámetros que utilizan los países de primer mundo para codificarnos como tercermundistas. Fácilmente habremos acumulado ya unos 40 años de estar sumidos en esos aprietos. Y la culpa no es precisamente de las instituciones educativas, sino de las personas que están a cargo de dichas políticas. Usualmente son funcionarios estatales que, encima de ser pobremente inspirados por las famélicas ideologías que nos agobian, no tienen la capacidad de hacerse asesorar adecuadamente.
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Esas crisis educativas no nos han venido ni de gratis ni por casualidad. Al hacer un análisis sesudo de cada una, puede percibirse como trasfondo la intención de trastocar la formación de los jóvenes para producir a largo plazo mano de obra barata. Y quienes trabajamos en las diversas categorías de la educación tenemos la harta obligación de hacerle contrapeso a semejante perversidad. De ello no cabe duda alguna.
Sin embargo, es un error garrafal aplicar una regla general a un caso particular. Diríase que es una falacia en la mejor acepción de la palabra. Porque asumir que la educación formal nos conduce al malogro de la vida simple y llanamente no tiene sustento.
De tal manera, exhorto a la juventud que en estos días está concluyendo procesos formativos a nivel de ciclo básico o diversificado a que haga oídos sordos a semejantes absurdos. Si buscan con mucha atención los orígenes de tan irracionales llamados, se llevarán sorpresas mayúsculas. Encontrarán en primera línea (pontificando acerca de la educación universitaria, por ejemplo) a personas que jamás han puesto un pie en una universidad. Y atrás de ellos, el mal en sí mismo.
Durante la guerra civil española, el general Millán-Astray gritó, acometiendo con una espada el escudo de la Universidad de Salamanca: «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!». ¿Qué había de particular en la personalidad de semejante monstruo? Nada más que una terrible frustración, ya que su padre lo había obligado a estudiar derecho cuando él quería ser militar: profesión que finalmente logró, dicho sea, pero las heridas y las cicatrices que le dejó su progenitor fueron incurables.
Así las cosas, jóvenes, la educación formal no es la única vía, pero sí es una excelente vía para realizarse como profesionales y personas de bien.
Plántense y digan no al asedio de la ignorancia.
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