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La despiadada guerra de los reyes feos

El Rey Feo es un espejo de la sociedad, un histrión subversivo como los que también abundan en la Comedia Dell’Arte, el teatro Guiñol y las pastorelas mexicanas. Con tono irónico y lenguaje soez, el chiste es denunciar la injusticia y ridiculizar la soberbia de las élites.
Dan ganas de decirle “¡huye, huye antes de que te despedacen!”.
Parrocomunicacho del Trino del Chompipe.
El elegido Rey Feo 2015.
El Rey en la Huelga de Todos los Dolores.
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La despiadada guerra de los reyes feos

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La Universidad de San Carlos tiene un nuevo Rey Feo. Es el obispo Parrocomunicacho, quien ha logrado domar al público más exigente e implacable que se pueda formar en Guatemala. Pero, ¿merecía de verdad la corona?

Suena una ametralladora pirotécnica y el olor a incienso llega a las narices de los tres mil espectadores reunidos en el teatro al aire libre Otto René Castillo. Una insólita procesión hace su entrada en el  escenario. En vez de un Cristo ensangrentado o una Virgen desconsolada, aparece la imagen de un esqueleto riendo a quijada abierta. En su mano, un octavo de aguardiente y a sus pies, dos figuras encapuchadas de rodillas. Es la Santa Chabela, patrona de la Huelga de Dolores. 

Suena “La Chalana”, el alegre himno huelguero. El anda procesional es cargada a hombros por una heteróclita banda de personajes del Carnaval: un zopilote, un obispo, un fraile, un hada maléfica, un Chapulín Colorado de color azul… Va a empezar uno de los puntos culminantes de la Huelga de Dolores: la elección del Rey Feo universitario. Esta tradición que se remonta a 1928 está inspirada en las elecciones de majestades de carnaval que nacieron en Europa en la Edad Media. 

La explanada afuera del teatro es un pandemonio de ventas de comida, camisetas, cerveza y revendedores de entradas. Un pequeño ejército de encapuchados según la costumbre huelguera vigila la zona. Algunos llevan palos y bates de base ball. ¿Quién sabe qué llevarán debajo de sus togas negras? Son los “zopes”, y forman parte de la muy criticada Asociación de Estudiantes Universitarios. Algunos de ellos están apostados sobre unas torretas que dominan el teatro desde donde vigilan al público. Más que estudiantes, parecen milicianos del Estado Islámico que hubieran tomado el teatro. 

En el teatro no cabe un alfiler. Hace ratos que los bancos de piedra y todos los pasillos están a reventar. Mucha gente permanece de pie. Al borde del foso que separa el escenario de las gradas hay una fila de encapuchados que visten el color de sus facultades: blanco de medicina, verde de agronomía, gris de ingeniería, rojo de derecho. 

A forma de preliminar, entran al escenario los Rotavirus, grupo insignia de la huelga de dolores, para interpretar sus éxitos blasfematorios (“Si Cristo tiene pisto, con Cristo yo me voy” “Yo tengo una botella allá en el cielo, que Cristo tiene preparada para mí”). Antes de emprender una canción contra el Gobierno, el vocalista, cuarentón, con la actitud de quien está en su casa y tiene derecho a comportarse como le dé la gana, pregunta:

—¿Quiénes de ustedes votaron por ese cerote de Otto Pérez Molina?

Tres de tres mil levantan la mano. El músico los felicita por tener los huevos de admitirlo, pero luego agrega:

—Ahí me los apartan para moronguearlos al rato.

Y, dirigiéndose a la única mujer que levantó la mano: “A vos no te vamos a moronguear, a vos te van a violar todos estos cerotes encapuchados. ¡Traigan vaselina!”. 

Risas en el público. 

El circo romano

La mecánica del rey feato es sencilla y se repite año con año. En las semanas anteriores, cada facultad y escuela de la USAC eligió, entre sus  estudiantes, al campeón que la representará en el concurso general.  En éste, cada uno tiene que hablar durante un máximo de 15 minutos. Para hacerse con la corona, debe sobrevivir al acoso de un público implacable y además, convencer a un jurado nombrado por el Honorable Comité de Huelga. 

César Paiz, alias Maclovio Trompa de Hule, Rey Feo en 1988 y 1989 y hoy docente de la Escuela de Ciencias de la Comunicación, nos describe a un buen monarca universitario: “Un Rey Feo debe tener originalidad, carisma y saber interactuar con el público”. Un buen Rey Feo no sólo cuenta chistes y dice vulgaridades. También transmite un mensaje, se burla de los poderosos, describe las dificultades de los estudiantes o de las clases desfavorecidas. El Rey Feo es un espejo de la sociedad, un histrión subversivo como los que también abundan en la Comedia Dell’Arte, el teatro Guiñol y las pastorelas mexicanas. Con tono irónico y lenguaje soez, el chiste es denunciar la injusticia y ridiculizar la soberbia de las élites. La verdadera vulgaridad, explica Paiz, no está en la boca del Rey Feo sino en la corrupción, la mentira y la mediocridad que denuncia. 

No todos los reyes feos se atienen a estos principios. En su larga carrera en el seno de la Usac, Maclovio Trompa de Hule ha visto como éstos han ido cambiando. “Hubo un momento, a partir de los noventas, en que desvirtuó el rol del Rey Feo. Los discursos estaban más tirados a la agresión, a lo vulgar y sin sentido, al irrespeto en contra de las mujeres. Se perdió el mensaje. Antes, si un Rey Feo no hacía denuncia política, a qué chingados venía. Luego, el público empezó a pedir chistes.” Por fortuna, afirma Maclovio, esto ha vuelto a cambiar en los últimos cinco o seis años, con reyes feos que han retomado el espíritu subversivo de antes. 

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¿Qué gana un Rey Feo, aparte del título y el honor? Sólo la obligación de ir a todas las ferias patronales, festivales e inauguraciones que soliciten su presencia durante su reinado. “En un año, un buen Rey Feo recorre toda la República”, indica César Paiz. “En Oriente, el discurso del Rey Feo es uno de los platos fuertes de las ferias”.

Durante un año, el Rey Feo deberá presentarse ante audiencias de muy distintos tipos. Pero ningún público es tan difícil y exigente como el que componen los estudiantes de la USAC. “Es un monstruo de público. Es como el circo romano. Son 9 mil personas que buscan lo mismo: no dejarte hablar. Sentís que estás solito mientras el público clama, no por tu muerte, pero sí por echarte fuera. Por eso, mi respeto y admiración por aquellos que han salido de allí con la corona puesta”, declara Paiz.  
Esta noche, son 3 mil gargantas las que componen este público irascible, exigente, impaciente; un público que si no ríe, abuchea y si no aplaude, insulta con su dedo medio levantado. Caprichoso y cruel, este “monstruo” detecta en segundos la mediocridad, la falta de originalidad, las argucias, los fraudes de los reyes feos anodinos a los que castiga de manera brutal. Cuando huele sangre, es implacable.

Desfile de Reyes

El maestro de ceremonias, un “zope” que se ha ganado la animadversión del público, anuncia: 

—Y con ustedes el primer Rey Feo participante… ¡Parrocomunicacho del Trino del Chompipe!”

Aparece un obispo a quien no le falta ni la mitra ni la túnica. En vez de báculo, tiene una espada luminosa con la que bendice a su grey. Parrocomunicacho entra al ruedo como los buenos generales según el estratega Sun Tzu: no para ganar la batalla, sino habiéndola ganado de antemano. Está perfectamente preparado. Su banda sonora empieza con la música de Dark Vader para darle un aire malévolo a su personaje y pasa a un canto gregoriano. Inmediatamente, el solemne eclesiástico sorprende con el reggaeton de moda, “El Serrucho”, con el que empieza a bailar. 

Su discurso está finamente cincelado. Cuando habla, su voz transmite seguridad, y sus gestos son los de un actor con muchas tablas. Condena el estilo reggaeton porque invita al acto sexual, y se inventa una increíble historia según la cual “El Serrucho” fue compuesta hace más de 2 mil años por un humilde artesano llamado José, quien le cantaba a su esposa María “Yo soy tu carpintero, serrucho, serrucho”. Con esto, el público se queda sin armas. 

Se burla del Facebook y de la televisión, y afirma que los directores de Hollywood  intentaron rodar películas de superhéroes en Guatemala. Sin éxito: los actores acababan chupando en cantinas de La Terminal, Iron Man empeñó su traje con “Chepe te presta” y el único actor bipolar y colérico que podía interpretar a Hulk, era el diputado Mario Taracena. 

Para terminar, Parrocomunicacho lanza que no se necesitan héroes gringos si Guatemala ya tiene los suyos. Cita, para delirio de la audiencia, a Manuel Colom Argueta, Jacobo Arbenz, Rogelia Cruz, y por encima de todos, al mártir estudiantil Oliverio Castañeda. Una gran ovación lo despide. Si fuera circo romano, César le devolvería su libertad. Si fuera corrida de toros, se llevaría el rabo y las orejas del animal. ¡Ay del siguiente Rey Feo que penetre en la arena!

De hecho, es una Reina Fea la que toma el escenario. Se llama Malicia y va vestida con un traje de látex negro y los cuernos de Maléfica, el personaje interpretado por Angelina Jolie. Su voz es estridente y sus movimientos son pura agitación que no concuerda con el disfraz. Empieza cometiendo un error fatal: con la intención de ganarse al público, reparte cuatro o cinco latas de cerveza a los de la primera fila. Para el resto no hay.

“Esta noche, mujeres, nosotras los violamos a ellos”, grita. No cuaja. Empiezan los silbidos. Malicia prosigue con su discurso en el que invierte los roles: las víctimas de violencia de género son los hombres, y las mujeres las victimarias. No gusta. No da risa. Los silbidos se convierten en gritos: 

—¡A la verga, a la verga!
—¡Mucha ropa!

Silbatina de todos los diablos. Un Armagedón se abate sobre la desdichada Malicia, quien insiste en seguir con su discurso aunque nadie pueda ya oírlo. La rabia del público es tal, que el Maestro de Ceremonias interviene para sacarla del escenario. 

La escena se repite varias veces. Charaberto Primero y Manuelón son maltratados sin contemplaciones por el público. El primero lo acepta con resignación y fair play. El segundo se va enojadísimo, insultando en respuesta al público que corea “hijo de puta”. 

—Eso si fuéramos hermanos, pisados.

El que se enoja pierde, y ahora, 3 mil gargantas gritan al unísono “hueco, hueco, hueco”. Manuelón se aleja, ya sin voz, del escenario. 

Entra Sipote Ronco Primero, un vaquero, un macho oriental. Se gana al público cantando una ranchera con buena voz y con algunos elogios al estudiante sancarlista y a la Santa Chabela. Le va bien, y cuando pide al público una mentada de madre para el encargado del sonido que ha cometido el error de dejar la música demasiado tiempo, éste obedece con júbilo. Sipote Ronco prosigue con unos chistes hoscos en contra de las mujeres que denuncian maltratos y exigen pensiones alimenticias.

Pero algo falla con el vaquero. Lo que parecía confianza en sí mismo, era soberbia y arrogancia desmedida. Y no, no es gracioso. Su personaje empieza a desagradar al respetable. La rechifla arranca tímida desde las últimas filas del teatro. Sipote Ronco reacciona con insultos hacia determinados espectadores.

—Vos te sentás y hacés sho, pedazo de mierda —le espeta a uno.

Con esto cava su propia tumba. Un alud de vociferaciones se abate sobre él. Todavía tiene la fatuidad de declarar “me voy porque quiero, no porque me estén echando”. 

El teatro al aire libre está que arde. Ni siquiera los llamados recurrentes al orgullo sancarlista y a la gloria huelguera parecen ya tranquilizarlo. Los leones están desatados y hambrientos. ¿Quién será el próximo cristiano en ser devorado?

El Maestro de Ceremonias lanza a la arena a la criatura más dulce y tierna que se pueda imaginar. Hasta su nombre es todo miel: Juana Xenacoj. Es una joven preciosa, de grandes ojos negros y pelo lacio y negro que le cae sobre los hombros. Viste una blusa típica y carga el morral tradicional de los campesinos indígenas. Dan ganas de decirle “¡huye, huye antes de que te despedacen!”. 

Saluda al pueblo sancarlista. Su voz es agradable pero su dicción un poco lenta. El público le deja treinta segundos de tolerancia. Los echa a perder con un discurso aburrido en contra de los políticos y en el que las groserías suenan forzadas. Empieza la rechifla y los comentarios crueles. 

—Gracias por esos maltratos que elevan mi ego —protesta. Si yo fuera hombre, aplaudiéndome estarían.

 ¿Para qué? Ahora la ira de los espectadores es incontrolable y ella empieza a balbucear. Adiós Juana Xenacoj, eras demasiado dulce para ser Reina Fea, demasiado dulce para este mundo. 

Rebelión en las gradas

Los organizadores ponen pausa a la masacre de reyes feos tirando al ruedo a la Comparsa Vitalicia de Comunicaciones: un grupo de chicos y chicas que bailan al ritmo de cumbias y merengues famosos a los que han cambiado las letras para convertirlas en burlas  groseras a los políticos. El show no es muy bien recibido, pero al menos supone un descanso para mentes y gargantas. Logra templar la furia del respetable.

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Sale la comparsa y entra una montaña humana. Es Fray Aquiles Castro, un monje increíblemente alto e increíblemente gordo. Viene acompañado de monaguillos que se ven diminutos a su lado. Viste un hábito marrón y su cabeza luce la tonsura de los monjes. 

—Hermanos sancarlistas, yo sé lo que están pensando: ¡puta, qué tamaño cerotón!

Acertó, y con esto se gana la atención del público. Luego, casi a manera de confesión, se ríe de su gordura y narra los problemas de la vida diaria que le supone: sillas de plástico que no lo sostienen o se le quedan trabadas en el culo, el chofer del Transurbano que le exige pasar cuatro veces la tarjeta “por los cuatro pisados que lleva escondidos bajo de la sotana”. El público se ríe a carcajadas. Entró al monasterio, prosigue, porque no conseguía pareja. 

—Allí, me enamoré  de una monjita y le dije ¡pequemos! “Y cómo, ¿con esa panza?”, me dijo. No te preocupés, esto no es panza ni retención de líquidos. Es el tanque de gasolina de esta máquina sexual. 

La multitud delira. El gordo ridículo se ha convertido en un superhombre, en un príapo colosal. Qué importa si despacha en tres frases anodinas la parte de denuncia política. En cinco minutos, Fray Aquiles Castro ha hecho reír desnudando su alma herida. Una ovación sincera y calurosa lo despide. 

—Ahora, con ustedes, ¡Pancracia Socioloca! —anuncia el presentador encapuchado. 

Hace su entrada, bailando una cumbia, una pequeña mujer vestida con un atuendo disparejo que podría ser el de una vendedora de comida callejera: lleva un delantal, una gorra, una blusa azul, una bufanda roja y una falda hasta las rodillas. Al verla, nadie apostaría un centavo por ella. Y menos cuando suena su voz aguda y algo destemplada saludando al pueblo de Guatemala. Sin embargo, el público magnánimo le otorga unos segundos de tregua, como para evaluarla mejor. 
Pancracia los aprovecha para propiciar una descomunal paliza a Roxana Baldetti, haciendo una burla feroz de las frases célebres de la —icepresidenta, desde el “rebonito” del hospital siquiátrico hasta el “por la vida de mi madre que está muerta”. 

—No sé si se saben la última. Dice la vieja loca que dentro de nueves meses, se va a comer una mojarra de Amatitlán. Para eso, mejor que coma mierda. 

Poco a poco, el público cambia su actitud hacia Pancracia. De la mínima tolerancia pasa a la franca simpatía. Tiene una manera vivaz, ingeniosa y populachera que entra en sintonía con él. Y sin embargo, parece siempre estar en la cuerda floja, como si en cualquier momento, la afinidad con el público fuera a revertirse. 
Pancracia lanza sus dardos al Presidente que no se sabe ni los colores primarios, al Ministro que tiene tan poca cultura que ni patear un balón puede, y a los partidos políticos. 

—Son tantos los colores que ya parece un arcoíris y todos vamos a ser gays.

 Los espectadores ríen con el chiste de apariencia homofóbica, pero Pancracia los toma a contrapié lanzando un saludo fraternal a la comunidad gay y lesbiana, y declarando que cada uno puede coger con quien quiera. La socióloga termina con una estocada a los propios sancarlistas: el lema de la Universidad, recuerda, es “Id y enseñad a todos”, pero cuando les dan su cartón, muchos lo cambian por “Id y pisad a todos”. Pancracia sale a hombros, con una gran ovación. Sin duda tiene menos técnica que el obispo, pero su humor, su espontaneidad y la sátira política que ofrece la convierten en la mejor encarnación del espíritu del rey feato.

Le sigue Roberto Guerrillero, un hábil contador de chistes. Es el último que logra dominar a su audiencia.  Y es que el público no da para más. Ya son cuatro horas apretujados sobre graderíos de piedra. Ir a buscar un baño, un árbol, un espacio entre dos carros para aliviarse suena a viaje sin retorno. La cerveza que venden entre las filas es mala,  está tibia y la dan a precio de mercado negro en tiempos de prohibición. Los siguientes reyes feos, Tepuy Elcul, El Chapincín Azulado y Paco Vargas son despachados sin contemplaciones o tolerados a regañadientes. Ni siquiera el Zopilote Huelguero, rey feo universitario en funciones, logra despertar interés. 

La velada se alarga y se alarga: viene otra comparsa y un imitador de El Buky que nadie quiere escuchar.

Por fin, se llama al escenario a todos los candidatos. Sólo suben siete de trece. Se declaran finalistas al obispo Parrocomunicacho, a Pancracia Socioloca y a Roberto Guerrillero. Para desesperación del público, hay una final. Cada uno tiene que hablar cinco minutos más. Pancracia sale como puede del transe, pero ya no tiene ideas. Roberto Guerrillero cuenta un mal chiste; Parrocomunicacho narra una pesadilla en la que unos monstruos horrendos lo obligaban a estudiar en la Universidad Rafael Landívar. 
Nadie les pone atención. Y es que lo inaudito, lo extraordinario, lo inesperado está ocurriendo afuera del escenario. Es una insurrección popular en marcha; una revolución se ha declarado. 

No es un fantasma el que recorre los graderíos. Es Fray Aquiles Castro. Indignado por su eliminación, el monje ha decidido pasear su inmensa humanidad en medio del público. Alrededor de él, se forma un remolino: todos quieren abrazarlo, tocarlo, tomarse selfies con él. Muchos se prostran cómicamente a su paso. Santa Teresa de Calcuta en persona no despertaría tanto fervor como el obeso monje. Primero son pequeños grupos de espectadores, y luego es el público entero que se pone a gritar:

—¡Gordo! ¡Gordo! ¡Gordo!

El grito va dirigido al jurado. El imitador de El Buky explica que el fraile ya está eliminado. “Buky pura mierda, Buky pura mierda”, le contestan tres mil bocas. Fray Aquiles Castro sigue su lento recorrido a lo largo y ancho del teatro y de selfie en selfie va ganando adeptos. 

—¡Gooordo! ¡Gooordo! ¡Gooordo!  —insiste el público.

Traen la corona de Rey Feo y se la entregan a Parrocomunicacho. Sólo un pequeño grupo de la Escuela de Ciencias de la Comunicación lo celebra. El resto del estudiantado de USAC quería que lo representara un humilde fraile antes que un soberbio obispo. Una vez más, su voz ha sido desatendida. 
Termina así el rey feato 2015. A la salida, un espectador se lamenta desconsolado:

—Qué hueveo. Qué hueveo. Qué hueveo. Qué hueveo. Qué hueveo. Qué hueveo…

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