“No queríamos que la gente pensara que queríamos el poder para nosotros”, decía uno; “no entendimos que los medios no son alternativa para la movilización en las calles”, decía otro; “nos engañaron”, decía un tercero. “Lo único que nosotros queríamos en esos días, era ser felices”, añadía Asmaa Mahfouz.
Mientras leía, no pude evitar las analogías entre esa y otras tantas revoluciones. La diferencia entre el sueño y la realidad suele ser, en la mayoría de los casos, abismal. Hay un tipo...
“No queríamos que la gente pensara que queríamos el poder para nosotros”, decía uno; “no entendimos que los medios no son alternativa para la movilización en las calles”, decía otro; “nos engañaron”, decía un tercero. “Lo único que nosotros queríamos en esos días, era ser felices”, añadía Asmaa Mahfouz.
Mientras leía, no pude evitar las analogías entre esa y otras tantas revoluciones. La diferencia entre el sueño y la realidad suele ser, en la mayoría de los casos, abismal. Hay un tipo de persona que sobrevive y dirige las energías sueltas de la gente; por lo visto, no es el tipo de persona más idealista o noble, sino la más astuta. Los resultados de las frecuentes conciliaciones entre pasado y presente suelen ser nuevos rostros con viejas mañas. Una suerte de irónica “negación de la negación,” la ley de la dialéctica Hegeliana que plantea que el desarrollo es una espiral donde lo nuevo siempre conserva elementos de lo viejo.
El problema de estos resultados ambiguos, incompletos, o lo que podríamos también considerar como “traiciones” de la historia, no es sólo material. Hay un efecto quizás más devastador en términos humanos y es el de la desilusión. Las personas somos, por lo general, enormemente sensibles a los destrozos anímicos causados por la decepción, por la pérdida de la fe en los demás. La experiencia repetida de estas “decepciones” –casi inevitables en política– va generando un estado de ánimo que, según la personalidad de cada quien, se expresa de diferentes formas. Hay quienes se adaptan a la llamada real-politik y deciden sobrevivir un poco a lo zombi, o sea, metiendo el alma en un lugar donde no les estorbe. El cinismo es la alternativa de otros: refugiarse en la ironía, el descreimiento, el escepticismo por todo y todos y construir una posición individualista donde el propio criterio se convierte en la única medida para todas las cosas. La tristeza y la apatía son el remedio de otros: aislarse, decirse que nada vale ya la pena, dedicarse a vivir con el mínimo gasto de energías en proyectos que no vayan más allá de qué plantar en el jardín o qué comer la semana siguiente. El optimismo, la paciencia, el tesón para evaluar la historia como un proceso cuyos resultados a menudo no son, ni serán perceptibles durante la propia vida, puede que sea la actitud más constructiva. Esta última es, sin embargo, la más difícil de sostener, y también, en cierta manera, implica ser capaz de un nivel de fe similar al de las personas que creen en la vida eterna, o el cielo. Afortunadamente –y no en balde Rubén Darío– escribió su Salutación al Optimista, estas personas optimistas suelen ser las que llevan la antorcha de las ideas y la fortaleza de espíritu hacia nuevos derroteros; son los incansables siempre buscando salidas honrosas de los callejones sin salida, son los fuertes de corazón cuya esperanza no decae porque creen, a fin de cuentas, no tanto en ellos mismos como en la voluntad de felicidad del colectivo humano. (No hay que confundir al optimista con el ambicioso. Son dos distintos animales, aún cuando se asemejen por su tenacidad.)
Si las guerras dejan evidencias claras de su devastación contabilizada en el número de muertos, procesos como el que se ha vivido en Egipto, como otros tantos que se están viviendo actualmente, o como el que hemos vivido en Nicaragua, tienen un impacto sicológico igualmente poderoso. Las tristezas, las desilusiones, la decepción, cobran también sus muertes. Los jóvenes de hoy deben cuidarse de este tipo de muerte; deben vigilar y cuidar sus corazones, cuidarse los unos a los otros, mantenerse alertas para que estos tiempos no los envejezcan prematuramente. Deben huir de la apatía como de las bíblicas siete plagas de Egipto, conscientes de que salir airosos de esta prueba, requiere tanto heroísmo como la más desigual de las batallas.
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