Como le sucedió a Colombia en los años noventa, y como después le sucedió a México, en Centroamérica seguimos la tendencia de subestimar el problema, de simplificarlo y de convertirlo en un asunto únicamente de seguridad, de securitizarlo.
Así, “no es un problema nuestro sino de los productores en los Andes y de los consumidores en el Norte”, la violencia actual “se debe a la llegada de los zetas”, “los narcotraficantes son al final de cuentas buenos” y todo se reduce a combatirlos militarmente para sacarlos del país. El asunto del narcotráfico es más complejo.
La violencia en la que está sumida el país no se debe únicamente a los bárbaros zetas, sanguinarios como pocas bandas en el mundo, formados en las escuelas élite de los ejércitos de México y Guatemala. Ciertamente siembran más terror, pero la violencia en Guatemala se disparó desde que otros narcotraficantes locales con vínculos con los cárteles colombianos y mexicanos se instalaron en el país y empezaron a disputarse rutas en los barrios marginales y a llenarlos de armas de peor calibre. Entre 1998 y 2008, los asesinatos pasaron de dos mil a seis mil anuales.
Y no fue que aparecieran por arte de magia con la firma de los Acuerdos de Paz. Venían incubándose desde los regímenes militares de los setenta y ochenta, cuando ellos tenían bien cimentadas las rutas del contrabando y las CIA les apadrinó que se apoderaran de las rutas (y las ganancias) de la cocaína colombiana para financiar actividades ilegales.
Así los ex agentes de aduanas, ex militares y ex contrabandistas se fueron convirtiendo en capos. Se les dejó crecer y se les empezó a mitificar. “La gente los quiere” porque son buenos y les dan trabajo, hospitales, escuelas y todo lo que no les da el Estado y la sociedad. Ciertamente sustituyen labores del Estado en salud o educación, pero eso no les quita su lado oscuro.
Los narcotraficantes y demás mafiosos imponen a los jóvenes una cultura de la ilegalidad, de la ausencia de normas y valores, de la importancia de conseguir dinero rápido a costa de cualquier cosa, incluidas muchas vidas y muchas violaciones. Se trata de una cultura de la inmoralidad –entendida no de una manera conservadora sino mucho más amplia– y una cultura del nulo respeto a la vida de los demás, una cultura de la muerte.
Que decenas de miles de jóvenes y adultos de nuestra sociedad se hayan adscrito a esta cultura mafiosa, en la que no vale nada la vida del resto de seres humanos con tal de obtener dinero fácil –que provoca 15 asesinatos diarios– es el estallido social que tanto teme la élite y al que no hay muchas alternativas para desactivarlo que no sean la justicia social y la creación de oportunidades.
Este país llamado Guatemala, que es uno de los más desiguales del planeta, optó por un modelo económico oligárquico liberal desde 1871 y que ha sido un estrepitoso fracaso que no da oportunidades de crecimiento a la mayoría de ciudadanos, que tienen que buscarse la vida como puedan, se frustran y optan por las alternativas de migrar, entrar a la economía informal o entrar a la cultura de la mafia.
El sistema político en construcción desde 1985 y 1996 tampoco ha hecho ninguna reforma estructural al sistema económico para crear bienes públicos gratuitos y de calidad para todos los ciudadanos y ciudadanas, ni tampoco ha representado los intereses de la ciudadanía. La miopía de sus élites ha convertido a los partidos no en agrupaciones política ideológicas con una agenda, sino en vehículos electorales al servicio de los poderes tradicionales, de poderes emergentes lícitos o de intereses mafiosos.
Los conservadurismos de este status quo –económico, político y de lucha antinarcótica– deben ser revisados, pues se necesita de mucha creatividad. Que candidatos presidenciales como Eduardo Suger y Harold Caballeros abran el debate sobre la necesidad de despenalizar la droga es un paso adelante. Que candidatos a la alcaldía como Enrique Godoy se inspiren en experiencias de cultura de la vida como las de Colombia también es una luz positiva.
El problema del narcotráfico y del crimen organizado, de la mafia, es un problema netamente guatemalteco.
Los candidatos presidenciales, con sus propuestas mayoritariamente superficiales y conservadoras, no hacen más que abonar en este círculo vicioso.
Si bien hay que combatir con las fuerzas de seguridad a los violentos cárteles, sin reformas estructurales en el modelo económico, en el modelo político y en la cultura de la vida o de la muerte, cientos de miles de guatemaltecos se frustrarán y optarán durante las próximas décadas por el mismo camino de la cultura mafiosa en la que la vida no vale más que el dinero. La alternativa es una vida menos egoísta, más comprometida, más armónica y feliz.