Tres de diciembre de 2013. El reloj marcó las 6:30 de la noche y tal como me habían indicado, salí a la carretera principal y busqué el centro comercial en cuyo costado encontraría el bus que me llevaría a la casa donde me habían ofrecido hospedaje. Era mi primer día en Medellín y llevaba dibujado un mapa con el nombre de las calles para no perderme.
Faltando unos minutos para las 7 pm, encontré el bus que me habían dicho tardaría aproximadamente 45 minutos en cruzar casi media ciudad. Vi de lejos que había dos buses estacionados y, para mi sorpresa, estaban vacíos. Aligeré el paso, pasé al lado de una fila como de 20 personas y dando un salto entré al bus. A sentarme iba cuando vi al que supuse era el conductor por la camisa blanca y el logo estampado del lado izquierdo. Lo encontré barriendo y limpiando los asientos. Me dijo en tono cordial –y tratando de entender mi viveza- que afuera estaba la fila y que en unos minutos saldría el bus. ¡Ah, gracias! Fue mi respuesta.
Me bajé y entonces aparecieron rostros de hombres y mujeres que veían con sorpresa mi operación imposible de ganar puesto. Al entender lo sucedido traté de esbozar un gesto de disculpa y me fui al final de la fila. Ninguno me reprochó ni dijo nada. Es más. En el momento en que “salté” al bus, ninguno me grito ni ofendió.
A los cinco minutos el conductor platicó con el que parecía el “coordinador”, y tras anotar la hora de salida, le dio el la autorización para subir 18 pasajeros. 18 asientos tenía el bus, 18 pasajeros ingresaron. Yo, que era el número 21, tuve que esperar el otro bus que salió tres minutos después.
Ya en el bus, el conductor dijo ¡buenas noches! y tras responder casi a coro iniciamos la marcha. Noté que mantuvo la velocidad permitida y que se detuvo en las paradas señaladas sin la voraz idea de ganarle al que acababa de salir tres minutos antes.
Después de 53 minutos, me di cuenta que debía bajarme en la siguiente parada. Me levanté medio asustado por temor a que siguiera de largo. Una señora me miró extrañada. En el fondo un joven presionó un timbre, señal suficiente para el conductor que detuvo el bus, y hasta que puso neutro y freno de mano, abrió la puerta trasera. Se levantaron varios pasajeros, incluida la señora, y al bajarnos el conductor cerró nuevamente la puerta y continuó su recorrido.
Después me contaron que los casos de corrupción pública son investigados y sancionados con dureza. Que los sueldos y prestaciones de los trabajadores del transporte público son decentes, y que al contabilizar electrónicamente el número de pasajeros que abordan cada bus convierte en algo absurdo “ganar” pasajes extras. Que el número de rutas, si bien no son suficientes, sí responden a la demanda en las horas de mayor tráfico. Y si a eso le sumamos la espera paciente y en fila de los usuarios, entonces usar el servicio público de transporte es oportunidad que pone a prueba la cultura y actitud cívica.
Fuera de pregonar una defensa ciega de Medellín, destaco el esfuerzo de ciudadanos, trabajadores y políticos por recordarse una y otra vez el lema: Medellín, la más educada. De tanto repetirlo, muchos tienen que creerlo, y de tanto creerlo, algunos tienen que hacer algo por demostrarlo. Con tal ejemplo cotidiano queda demostrado que los recursos bien utilizados más la confianza de ciudadanos a sus autoridades, hacen posible ser cada día más educados.
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