También los cuadernos con palotes de colores que pintaron nuestros hijos en sus primeros días de escuela, un papelito que dice "mami te quiero" en letras grandotas e irregulares escritas con crayón de cera. O las cartas de algún amor que se acabó, una flor seca… Casi nunca la abrimos, esta caja. Cuando lo hacemos, con la intención de ordenarla o de vaciarla, terminamos poniendo todo a nuestro alrededor y reviviendo momentos importantes, momentos dulces o tristes, trozos de nuestra vida que nos hicieron lo que ahora somos.
Nuestra memoria es algo así, en algún lugar hay una caja llenita de recuerdos, pero una que está cerrada con tres candados. De pronto algo ocurre y los candados se abren solos, nuestra voluntad no puede hacer nada para evitarlo. Así me paso recién.
En mi familia tenemos varias “familias amigas” que han estado presentes por generaciones. Una de ellas es la familia Navarro. Dos personas sobresalen en mis recuerdos, Dorthy, que era una señora pequeñita que luchó ferozmente hasta el último minuto contra un cáncer que finalmente le ganó; y su hermana Erika, también así, menudita, reservada, pero intensa, alegre y fuerte. Dos mujeres íntegras y leales.
Luego de muchos años de trabajar en lo que trabajo, una vez conversando con Erika, llegué a saber que su hermano era uno de los miles de "desaparecidos" de esa guerra sucia que manchó de sangre y de dolor a Guatemala. Me sorprendió un poco este descubrimiento pues jamás las vi en ningún evento político, ni en ninguna actividad pública. Así son los Navarro. Tenían, y tienen aún, un dolor profundo. No fue el único ser amado que les fue arrebatado, hubo más. Pero ellas jamás capitalizaron sobre su dolor, ni construyeron alrededor de este dolor ningún discurso, ninguna consigna. Imagino que habrá cientos de familias así, que conservaron su dolor para sí, y sus razones tendrían.
En marzo de 2012, uno de los restos exhumados en la base militar de Comalapa, fue identificado por medio de ADN como el hermano de Erika, a quien sus compañeros llamaban Pedrito.
Yo no lo conocí, a Pedrito, yo no trabajé ese caso, yo no exhumé esos restos. Pero cuando supe de esta identificación se abrió mi caja de recuerdos. Se me han venido de repente encima imágenes de tantos años, de tantos muertos (¡tantos!). Los tuve en mis manos, los vi brotar de la tierra bajo mis brochitas, los recibí en mis sueños, me soñé en la fosa, enterrada con ellos (y de mi tórax brotaban flores). Hablé de ellos y hablé con ellos, compartí con sus familias, lloré con algunas cuando los recibieron en su casa para decirles ese último adiós que les fue negado. Tuve que poner miles de kilómetros entre Guatemala y yo para que esos recuerdos no me destrozaran. Y aun así, me tienen sofocada. No puedo dejar de pensar en ellos. Me acompañan día y noche. Se sientan a la mesa conmigo, me hablan, me interrogan, y me incitan a no olvidarles. Me sé privilegiada (de una manera un poco retorcida, tal vez) porque tomada de sus manos conocí luces y sombras de mi Guatemala y también aprendí algo sobre el alcance de la maldad del ser humano. Y por ello les estaré siempre profundamente agradecida.
* Lourdes Penados (1968) guatemalteca, apasionada de la música, la lectura, la antropología y las ciencias; con opiniones sobre casi todo, que la mayor parte del tiempo se guarda para sí; alérgica a los dogmas y a la doble moral. Uno de los tantos oficios que tuvo en Guatemala fue ser parte del Equipo de Antropología Forense de CAFCA durante diez años. Actualmente trabaja para el Comité Internacional de la Cruz Roja como asesora forense para la búsqueda de personas desaparecidas. Esta tarea la tuvo dos años en Irak y ahora la tiene en Kosovo, como asesora regional para los Balcanes.
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