...en medio de esta atmósfera de condena a las medidas de ajuste tomadas ante el descalabro del sistema financiero, y considerando que la gestión de la crisis económica no habría sido sustancialmente distinta en las manos del Partido Popular a lo que fue en manos del Partido Socialista, no deja de llamar la atención que el voto de la población en las últimas elecciones se haya divido mayoritariamente entre estos dos mismos partidos.
La filósofa Adela Cortina encuentra una explicación a este fenómeno desde la neuropolítica, según la cual las personas no votamos a partir de tener en cuenta los hechos concretos, como se esperaría de seres racionales, sino a partir de nuestros valores, estrechamente ligados a las emociones. Así, se sigue votando al discurso, aun cuando la práctica del partido, cuando llega al Gobierno, se separe de los valores que predica.
Observar esta contradicción de la democracia formal, me lleva a pensar inevitablemente en aquellas ocasiones en las que la dinámica electoral en Guatemala nos cae también como agua helada al cuerpo: por ejemplo, en el pasado reciente, la hegemonía del partido liderado por Efraín Ríos Montt (ex dictador acusado de genocidio y crímenes de lesa humanidad) en algunas de las áreas indígenas más golpeadas por el conflicto armado; y en el presente, solo por dar uno de los ejemplos, la preferencia reflejada en las encuestas hacia un ex militar de la talla de Otto Pérez Molina, acusado también por crímenes de lesa humanidad.
No intento hacer un paralelismo entre la historia, las condiciones políticas, o los grados de autonomía moral de los votantes en estos dos casos. El que los resultados de las elecciones reflejen una pérdida del nexo causal con los problemas estructurales, al entregar la población su voto a aquellos que han contribuido a meterla en el preciso agujero del que intenta salir desesperadamente, puede tener sus explicaciones propias en cada lugar. Sin embargo, el ejemplo sirve para cuestionar esa parálisis de los procesos democráticos, producida por la relación que hoy por hoy existe entre el ejercicio del voto, y esa cáscara vacía de contenido, en que se ha convertido la democracia:
¿Qué racionalidad o qué valores determinan la preferencia de los votantes, en estas sociedades en las que cada vez es más enorme el trecho entre el voto, como participación formal, y las posibilidades de impactar en la transformación de la realidad, es decir, en la base material de la democracia?
Hoy por hoy, la democracia representativa cristaliza en su versión más superestructural posible: el voto, su principal bandera, es producto de estrategias de marketing que lo reducen a un burdo canal del sistema para organizar la repartición de poder y la protección de la riqueza acumulada; es decir, mantener el statu quo. Cuanto más se reduce la democracia al sufragio, más nos muestra su imposibilidad de cumplir apenas con las promesas del liberalismo, no digamos con otros derechos y aspiraciones que superan a la razón liberal. Si la libertad como autonomía moral, radica en nuestra capacidad de tomar decisiones a partir de una conciencia crítica de la realidad y sus problemáticas, ¿contribuyen las urnas, no solo a ejercer, sino a posibilitar las condiciones para esa libertad, entendida como núcleo de la democracia? No lo creo.
Toda esa parafernalia electoral viene siendo, más bien, una burla a la autonomía moral.
No es de extrañar, entonces, que el escepticismo hacia el voto siga despegando estrepitosamente en muchos países (especialmente desde los jóvenes) y que exista un clamor por otras formas de ejercicio democrático, como la deliberación, por ejemplo. Las asambleas de indignados, en España, son una muestra de ello, al denunciar que la democracia vacía de contenido y al servicio del dinero, simplemente perdió sentido. Y esto último lo confirman las respuestas estatales, como la que tuvo lugar en la plaza Catalunya el viernes pasado, cuando con la excusa de la “limpieza” y la “salud pública”, los Mossos d’Esquadra y la Guardia Urbana (ocultando sus números de placa) atacaron violentamente a manifestantes pacíficos, para desalojarlos. Esas brutales escenas ponen a latir hoy las palabras de Rosa Luxemburgo, quien hace poco más de un siglo, y en el contexto de la lucha por el poder político desde el proletariado, defendía la democracia como apoyo indispensable para la transformación de las condiciones de los trabajadores, sosteniendo también que, tan pronto como la democracia se convierte en instrumento de los intereses del pueblo, la propia burguesía y su representación estatal es capaz de sacrificar las formas democráticas.
Esta situación de choque, al igual que la que se da en el caso de otras expresiones actuales de autoconvocatoria y organización ciudadana, tales como las consultas comunitarias, que en la América Latina están teniendo lugar por el clamor de participar en las decisiones sobre territorios y recursos naturales, que afectan los medios de vida de comunidades rurales enteras, nos muestran cómo lo que conocimos tradicionalmente como democracia pareciera transfigurarse, pareciera comenzar a llenarse de (otros) contenidos en tanto abandera luchas colectivas, cotidianas y sustanciales, que persiguen mejorar la situación concreta de seres de carne y hueso. Algo que me recuerda nuevamente a Luxemburgo, y a lo que ella entendía en su época como una lucha cotidiana por las reformas, como medio para la revolución social.
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