Hace 20 años comencé a estudiar magisterio de primaria. No tenía planeado ejercer al salir, el plan era ir a la universidad pública y ser estudiante de tiempo completo. Inicié una carrera científica consistente con mis sueños de niña, con mis aspiraciones de adulta y que es una promesa –porque la ciencia envuelve siempre una promesa– para los años por venir.
Nunca me ha faltado trabajo y en mi caso, parte de ejercer mi carrera científica ha sido enseñar, pero no es lo único que hago, contradiciendo lo que recitan por estas latitudes de que una carrera científica sólo sirve para dar clases, con suerte, en la universidad.
Estudiar magisterio no fue tan bonito como lo pintan. Esos cursos de pedagogía y didáctica, salvo muy raras excepciones, eran cosas aburridísimas. A mí me gustaba matemática, física, química y biología; didáctica de la matemática o de las ciencias naturales, no tanto. Disfruté las literaturas y un poco las psicologías. Adoraba estar haciendo cosas lindas con mis manos, si había crayones, tijeras, goma, cuchillas, cartones, un montón de papeles de colores y cualquier otra cosa que pudiera ser útil, estaba feliz. Me enseñaron unas cosas horribles que se llamaban Tecnología Educativa, Evaluación Educativa y demás parentela que, para no desprestigiarlas por falta de conocimiento profundo del asunto, diré que quizá en su momento no las comprendí del todo. El punto es que no sé qué diablos hacía yo allí si había tanta cosa sin gracia. Mi mamá estudió magisterio también, en ese mismo colegio de monjas. Pero ella fue más allá y se aventó el Profesorado en Física y Matemática. Ella de plano sí quería enseñar. Sin embargo, cuenta la misma cosa que yo estoy diciendo ahorita, solo que ella lo dice de su profesorado y no del magisterio: me encantaba la física y la mate, pero las pedagogías y esas cosas…
Volviendo a lo sin gracia de la situación, supongo que estudié magisterio porque siempre pensé que eso iba a hacer, jamás se me ocurrió que había otra opción. No tengo memoria de no haber querido ser maestra y quizá tenga qué ver con venir de una familia plagada de ellas, mi madre, su madre, la mayoría de mis tías, sus amigas. Yo me ponía a darle clases a la empleada de la casa, si ella me aceptaba. En sexto primaria me mandaron de parte del colegio a dar clases a niños de segundo grado en una escuela. Hasta allí, todo bien, pero mis experiencias docentes durante mi carrera de magisterio me causaron más frustración que otra cosa.
Tenía que catequizar a unos niños de una escuela, que dibujaron vergas peludas en los cuadernos que les regalé para mi clase y ansiaban que se acabara el pizarrón para que uno se agachara. Yo tenía 16 y ellos 12; no les importaba un comino lo que yo tenía qué decir. Fui a protestarle a la monja para que cambiara el contenido porque eso de estar hablando de varas que se convierten en serpientes, mártires, el concilio de Trento y la bondad del Señor era ridículo si se lo decía a niños de familias de escasos recursos, con preocupaciones más mundanas y urgentes. Ella dijo que no se podía hacer nada. Entonces cambié el contenido yo, y para la segunda clase pedí que dibujaran lo que querían ser cuando crecieran. Sus respuestas –y sus dibujos– fueron: marero, traficante de drogas, asesino. Ni uno solo puso otra cosa. Traté de que habláramos de encontrar la tal bondad del Señor en el otro. Seguramente no logré nada.
Primero dejé de creer en dios sin haber encontrado una manera de que su mano misericordiosa se viera en todo el derredor sin dejarlo muy mal parado. Pero eso tomó tiempo, lo terca ya lo traía, así que el siguiente año en que me tocaba alfabetizar los domingos a mujeres adultas que trabajaban como empleadas domésticas durante la semana, me apunté para dar catequesis a las que ya sabían leer. Tampoco logré mucho, ni alfabetizando ni con la mentada catequesis totalmente descontextualizada. Lo cierto es que me daba una gran hueva tener que ir los domingos a ese asunto y me quejé todo el año, pero ya estando allí, me afligía cuando alguna de las jóvenes no llegaba y sufría viendo las manos tiesas de personas que nunca han agarrado un lápiz y que le cuesta hacer bolitas de papel de china. Tampoco había mucho tiempo para hacer ese aprestamiento inicial, así que los lápices perforaban el papel y yo sentía que no lograba mucho. “Medio” aprendieron a leer pero yo estaba frustrada. Quizá en aquel entonces no entendía que no existe eso de “medio” aprender a leer y que, por lo tanto, tampoco podía haber tal cosa como “medio” enseñar a leer.
Nunca me había puesto a pensar en estas cosas. Es 20 años después que vengo a preguntarme, si había tanto en contra, ¿qué cosa justifica mi amorío con el magisterio?, ¿qué rayos estaba pensando cuando elegí ser maestra?
*Justify my love, canción de Madonna del álbum The Immaculate Collection (1990).
Beatriz Cosenza
Autor
Beatriz Cosenza
/ Autor
Soy física guatemalteca especializada en geofísica. Me gasto los días entre enseñar a nivel medio y universitario y jugar con el equivalente a radiografías del subsuelo en consultorías privadas. Invierto cantidades ingentes de tiempo en intoxicarme con sonidos, imágenes y palabras, de donde me viene una concepción cambiante y retorcida de la belleza y la claridad de que, tal como dice Soda Stereo, «lo que seduce nunca suele estar donde se piensa».
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Soy física guatemalteca especializada en geofísica. Me gasto los días entre enseñar a nivel medio y universitario y jugar con el equivalente a radiografías del subsuelo en consultorías privadas. Invierto cantidades ingentes de tiempo en intoxicarme con sonidos, imágenes y palabras, de donde me viene una concepción cambiante y retorcida de la belleza y la claridad de que, tal como dice Soda Stereo, «lo que seduce nunca suele estar donde se piensa».
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