Ha entrado a una nueva etapa: La del juicio eclesiástico. Quizá, desde los tribunales de la Iglesia, pueda llegarse a más y mejores conclusiones que las logradas en los tribunales del fuero común. Los autores intelectuales andan libres, mondos y lirondos.
Viene a mi memoria el inicio de su caminar, aquí en Verapaz, a mediados de los años sesenta del siglo pasado. Allí comenzó su transitar hacia el martirologio.
Lo vi por primera vez el 11 de agosto de 1967. Yo tenía 13 años. Tomó posesión de la Diócesis en la Catedral de Santo Domingo de Guzmán y poco tiempo después entró en ruta de colisión con “el mundo urbano”. ¿La razón?: Decidió que su prioridad sería el mundo indígena.
Desde ese enfoque, priorizó a los Delegados de la Palabra de Dios y la Pastoral Indígena en relación a los tradicionales movimientos de las ciudades. Asociaciones que preconizaban la piedad popular, procesiones y grupos donde estaban los elegidos (cuello blanco, beatos/as con olor a cera y grupos cabeza torcida de misa ocasional) e infaltables: los sabios (¿?) y los poderosos del lugar.
Eclesiásticamente, comenzaba a percibirse el influjo del Concilio Vaticano II y, en mi pueblo, conservador y santulón (en la época), fueron rechazados frontalmente el obispo y el Concilio. Así, para 1968-70, en la misa dominical de las 19:00 horas, otrora “la principal”, nos encontrábamos: las internas de un colegio para señoritas llamado La Inmaculada, las monjas que las cuidaban, un tío mío (viejito y cascarrabias) y dos o tres monaguillos quienes suspirábamos por los cartones bifoliares donde, en el lado izquierdo estaban las fórmulas de la misa en latín y en el derecho, su traducción al español. La mayor parte de la población urbana y civilizada había migrado para las sectas de nuevo cuño. Ni siquiera a iglesias evangélicas tradicionales. No convenía al statu quo. El Concilio ya había sido estigmatizado como procomunista. Así dijeron en Cobán los sabios (¿?) y los poderosos.
Monseñor Gerardi no descuidó a la juventud, ni la citadina ni la rural. Hizo llegar de la Arquidiócesis al P. Marco Tulio García y al P. Rodolfo Mendoza, hoy Obispo Auxiliar en la Metropolitana, y ellos lograron atraer a la Iglesia a muchos jóvenes de los cascos urbanos por medio de las Jornadas de Vida Cristiana. A la vez, canceló dos colegios católicos donde, en uno (de la high life), no cabía el Pueblo de Dios sino a través de una beca (el becario era una especie de rara avis). El otro era inviable financieramente.
Ejemplarmente, el Colegio la Inmaculada, de las monjas dominicas, había comenzado ya su viraje hacia los nuevos aires conciliares. Las monjas lo hicieron en una forma sabia: lenta, humana y caritativa. El mismo derrotero tomaron los centros educativos de los Salesianos. Una inmersión completa en los discernimientos del Concilio Vaticano II.
Ello no gustó al mundo citadino. Las y los jóvenes que asistíamos a los grupos eclesiales fuimos colocados en la mira de los orejas de la Policía Judicial y los sicarios de la G-2.
En tanto, los agentes de pastoral del pueblo q’eqchi’ recorrían los miles de kilómetros que correspondían a la parte alta de Verapaz. Y lo mismo sucedía en la Verapaz del Sur (achí y poqomchí). De tal manera, ese mundo —el urbano— celebró con bombos y chinchines su traslado a Quiché en septiembre de 1974. No contaron con que seguiría administrando apostólicamente Verapaz desde su nueva Sede y tres años más tarde, otro obispo de igual pensamiento y arrojo lo sustituyó definitivamente en el episcopado verapacense.
En Quiché, las condiciones eran terribles. Miles de catequistas y dirigentes cristianos, mayas en su mayoría, fueron asesinados a mansalva, acusados de subversivos y comunistas. Lo que vino después a nadie es ajeno.
Así la historia, es de aplaudir la férrea postura asumida por el Arzobispado Metropolitano al conocer la liberación del sacerdote Mario Orantes. Por el cura mismo, porque no lo están condenando sino sometiendo a lo que le corresponde: Un juicio eclesiástico con derecho a legítima defensa; por Monseñor Gerardi, porque aún hay mucho por investigar y conocer en su caso. Tal vez, las instancias jurídicas eclesiásticas lleguen al sumidero a donde no pudo llegar el Estado; y por la Iglesia, porque razón tiene Morris West al afirmar que: «El mal no es simplemente la ausencia del bien; es la ausencia de todo lo humano», y la Iglesia —sin perjuicio de la inocencia o culpabilidad de Mario Orantes— debe enfrentarlo a la luz del aquí y el ahora.
Serenidad y paz para los miembros del Tribunal Eclesiástico. No me gustaría estar en sus zapatos.
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