Ambos combinan lo mejor de su género, ya que se han atrevido a traspasar los límites de lo políticamente correcto tanto dentro de la literatura como de lo concebido para una serie televisiva de ficción. ¿El resultado? Millones de televidentes a la expectativa, un éxito sin precedentes y algunos prejuicios quizá no superados, pero al menos expuestos al gran público lector y televidente, sea de vanguardia o el más mojigato de todos.
Pero ¿qué es lo que atrae y consume el interés alrededor del mundo y en nuestro medio por Juego de tronos? Antes del análisis que pueda darnos alguna respuesta, es necesaria una síntesis de la trama central. En un ambiente medieval ficticio —Poniente—, el rey (que destronó al anterior monarca) muere. Ello desata luchas de poder entre los reinos. De manera paralela, los descendientes del soberano depuesto se preparan desde el exilio para recobrar la corona que consideran suya. A esto se suman otras amenazas que afectarán a todos y que podrían destruir cualquier esbozo de vida.
En este panorama se desenvuelven los personajes, en quienes las emociones se desbordan y a quienes las pasiones y los intereses llevan a actuar de diversas maneras. Sobre todo, destaca esa ambición por el poder y lo que ello representa, pero que también implica el dominio de los otros, el dinero, el control, el reconocimiento social y colectivo, el prestigio, el orgullo de pertenecer a una familia determinada, asumirse como alguien especial y destinado a ser importante, el miedo a la derrota, la vergüenza, la traición, la humillación, la soledad, la muerte. En pocas palabras, la lucha constante por mantener los valores que han prevalecido desde hace siglos en Occidente: la explotación y la miseria de las grandes mayorías en aras de las élites que detentan el poder.
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Por supuesto, ni la saga ni la serie televisiva se reducen a estos aspectos ni mucho menos son un manual para el logro de dichos objetivos. Su mérito radica en que van más allá de presentar un simple cliché, de ser un esquemático estereotipo de maldades. Ambas cuentan, además, con los elementos propios del bestseller, con mucho del thriller, esos factores del mercado tan bien utilizados que enganchan económicamente a los millones de consumidores: la violencia indiscriminada con fuertes escenas de torturas y gráficos asesinatos, que sobrepasan a veces los límites de la imaginación permitida; escenas sexuales con desnudos femeninos y masculinos por igual; el drama y la tensión que se generan entre las situaciones inesperadas que viven los personajes y las a la vez insospechadas reacciones ante los acontecimientos que a veces los desbordan, y el suspenso, no en el sentido tradicional, sino uno más sutil y envolvente. Los libros de la saga contienen referencias que se remontan a los orígenes de diversos textos sagrados, pasando, entre otros, por Homero, Valmiki, la literatura clásica universal, la hispanoamericana, la oriental y la africana. Por su lado, la serie sorprende haciendo cine en la televisión y se supera a sí misma en cada capítulo con sus propuestas visuales y tecnológicas. Estos son, a grandes rasgos, algunos de los elementos que han cautivado a esas mayorías de seguidores.
Ya sean los libros o la serie, ambos nos permiten observar cómo se entretejen los oscuros hilos de la intriga, que se suman y restan para alcanzar el poder y mantenerlo. Resulta fascinante tener un panorama completo de los pensamientos de los personajes, de sus acciones, de las consecuencias de sus actos, en el que nada se nos oculta. Los hechos nos mantienen a la expectativa, nos conmocionan.
Podemos, entonces, trazar la línea tangencial de la comparación inmediata con nuestro país y las elecciones que se nos avecinan. Ello nos permite pasar de los personajes completos de la ficción a la mediocre caricatura en que se nos muestran, por ejemplo, buena parte de nuestros políticos, solo que aquí, para nuestra derrota anticipada, apenas tenemos esbozos de sus corruptas acciones.
Por eso Juego de tronos es también un espacio de catarsis individual y colectiva.
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