Curiosamente, al guatemalteco Jimmy Morales y al estadounidense Donald Trump los une algo más que la diversión y los negocios: son conservadores, tienen corazón republicano y consideran tener la receta para salvar a sus respectivos países del desastre.
Morales está convencido, como Reagan, Trump y los libertarios guatemaltecos, de que «el Gobierno es el problema», a juzgar por el contenido de su página en internet. Para un candidato que dice pertenecer a un partido cuya ideología es «nacionalista», encontrar la referida cita del también actor y expresidente estadounidense (e incluso otra de Gandi —sic—), cuando abundan tantos pensadores políticos guatemaltecos, debería enviar las primeras señales de alarma sobre cuán genuinos son su partido, sus principios y su plan de gobierno. En realidad, su entrevista con José Eduardo Valdizán en junio pasado deja entrever a un tipo más bien mesiánico cuando se define como «nacionalista cristiano centrista».
A decir del investigador social y especialista en temas militares Héctor Rosada, el grupo detrás del partido que representa, Frente de Convergencia Nacional (FCN), estaría bajo el control de viejos lobos de la política y asociado a algunas élites militares. De hecho, si se revisa el historial de las franquicias partidarias en competencia en las pasadas elecciones, el FCN irrumpía en el escenario electoral como un grupo de extrema derecha anti-Cicig. Se trataba de una alianza de exmilitares contrainsurgentes, industriales y libertarios «de línea dura», según el periodista Martín Rodríguez Pellecer.
Aunque Morales ha tratado de desvincularse de estas corrientes, fundamentos como «Dios», «patria», «familia» y «honor» rigen el FCN como eco de los partidos fascistas o de las dictaduras militares. O de esas vertientes ultraderechistas que hoy tratan de ganar un espacio y capitalizar el descontento popular ante nuevos fenómenos sociales y complejos. Tal es el caso del Tea Party estadounidense o del Frente Nacional de los Le Pen en Francia. Así pues, un liderazgo ni nuevo ni antipolítico, mucho menos democrático. Comediante cortado con el mismo molde.
De Trump ya se ha hablado hasta la saciedad desde que anunció que entraba en la contienda lanzando improperios xenófobos contra los inmigrantes mexicanos, insultando a sus homólogos partidarios (violando así el famoso undécimo mandamiento republicano de no insultarse entre sí) o pintando al actual gobierno como el Armagedón si bien la economía estadounidense creció en el último trimestre y el desempleo sigue por debajo del 6%. Su fórmula virulenta y emotiva le ha funcionado. Y al conseguir un 20% de preferencia en el campo republicano, se ha garantizado un pase para batirse en duelo con 10 de sus colegas en el primer gran debate republicano esta semana, de cara a las elecciones presidenciales de 2016.
En realidad, en sociedades tan desiguales como la guatemalteca y la estadounidense, el surgimiento de estos candidatos no es ninguna sorpresa. Tres décadas de discursos antigubernamentales, de despolitización de la ciudadanía, de ensanchamiento de las brechas del ingreso y de achicamiento del Estado (o corrupción a granel, como es el caso en América Latina, y comprobadísimo en Guatemala por la Cicig) han creado las condiciones para convertir el espacio de lo público en un espectáculo donde imperan el individualismo, el éxito empresarial y la gratificación inmediata, así como un campo fértil para pregonar una mayor liberalización económica como panacea del desarrollo.
En esta coyuntura, mientras se termina de esclarecer el turbio panorama político electoral y a escasas cuatro semanas de las elecciones, el ilusionista Jimmy Morales parece ser esa pieza del tablero en la recomposición política que quisieran algunas élites que suspirarán de alivio al verlo en el segundo puesto de la preferencia electoral. Si en el 2011 la preocupación principal era la seguridad y la solución el partido de la mano dura, hoy el único caballo de batalla es la lucha contra la corrupción personificada por Manuel Baldizón, pero sin necesariamente sustentar una agenda política democratizadora.
O sea, pan y circo para más de lo mismo.
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