La impunidad reina altanera. Como muestra —quizá como símbolo máximo de ella—, lo sucedido con el general José Efraín Ríos Montt. Encontrado culpable de delitos de lesa humanidad cuando era comandante del Ejército y presidente de la nación durante la guerra, fue condenado a 80 años de cárcel. Por movidas palaciegas de los sectores dominantes pasó una sola noche detenido y luego su caso entró en un limbo legal hasta que falleció. Mensaje enviado: si se tiene poder, se puede hacer cualquier cosa, pues no habrá castigo.
El sistema judicial no funciona y cualquiera puede ser víctima de un hecho delictivo sin que se registren sanciones por este. Se vive un clima de inseguridad tan grande, en buena medida manipulado y vendido por los medios masivos de comunicación, que eso invisibiliza otros problemas de la realidad social. El dilema que se le plantea día a día a cada ciudadano común es si no será víctima de la delincuencia, que pareciera barrer todo. Sobrevivir a la cotidianidad ya no por la pobreza, sino por la situación de violencia desatada, es una verdadera aventura.
Tanta violencia tiene causas. Ciertos sectores con creciente poder económico, y por tanto político, se favorecen de este clima de descontrol generalizado. Se necesita una violencia desbocada (maras, extorsiones, asaltos diarios) que justifique tantas agencias de seguridad privada (cinco veces más agentes privados que policías públicos).
El Estado represivo que se generó durante las décadas de guerra ya no existe hoy con esas características, pero algunos de quienes lo hicieron funcionar siguen manejando cuotas de poder, en algunos casos a la sombra de esa estructura estatal, habiéndose hecho cargo de rentables negocios ilegales con los mismos criterios de militarización de años atrás. El Estado está permeado por esos intereses sectoriales, que se mueven con características mafiosas. Esos sectores continúan gozando de un clima de impunidad generalizado, creado durante la pasada guerra y nunca desarticulado, lo que alimenta y refuerza la cultura de violencia actual. El crimen organizado nacido en aquella época ya se autonomizó hoy y se constituyó en un nuevo poder en sí mismo. Y desde hace un tiempo trabaja aunadamente con sectores del alto empresariado. Eso que se dio por llamar Pacto de Corruptos, aunque permanezca invisibilizado, es una realidad. El manejo opaco de la pandemia permite verlo.
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Si los acuerdos de paz firmados en 1996 fueron una opción clave para combatir violencia e impunidad históricas, el cumplimiento lento y muy parcial que tuvieron refuerza las condiciones para un clima de violencia general y de impunidad, lo cual afecta la convivencia social y permite esa criminalidad que, como machaca insistentemente la prensa, «nos tiene de rodillas». La impunidad que cosechamos actualmente tiene que ver con la impunidad sembrada desde la época colonial y aumentada exponencialmente décadas atrás.
El intento de limpieza hecho por la Cicig junto con el Ministerio Público algunos años atrás quedó totalmente barrido del mapa. Hoy día eso parece un lejano recuerdo. Las movilizaciones del 2015, ahora puede verse, no eran sino un montaje que favoreció la geoestrategia de Washington.
Corrupción e impunidad siguen siendo una absoluta constante en la vida social, política y económica. Por supuesto, cada sector en su nivel: el patriarcado favorece la violencia de género evitando pasar la cuota alimentaria. En otro nivel, la clase propietaria —amparada por una camarilla política a sus pies— sigue haciendo lo que le place: pagando salarios inferiores a los marcados por la ley, evadiendo impuestos, legislando en silencio a su favor (leyes para exonerarse impositivamente y afianzar la explotación por medio del trabajo parcial recibiendo incentivos durante la pandemia). ¿Hasta cuándo?
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